La noche de Venecia se deslizaba como seda negra sobre los canales cuando Valeria y Enzo regresaron al hotel. El paseo en góndola había sido mágico, casi irreal, con la luna reflejándose en el agua y sus cuerpos entrelazados bajo una manta de cachemira. Valeria aún sentía el calor de sus besos en el cuello, la presión de sus manos en su cintura, y ese susurro en italiano que no entendió pero que hizo que su piel se erizara por completo.

El vestíbulo del hotel Danieli resplandecía con su opulencia veneciana. Candelabros de cristal de Murano proyectaban una luz dorada sobre los mármoles antiguos y las tapicerías de terciopelo rojo. Valeria se detuvo un momento para admirar la belleza del lugar, sintiendo que vivía un sueño del que no quería despertar.

—Voy a subir a la habitación —dijo, acariciando el brazo de Enzo—. Necesito una