El lunes amaneció con lluvia gris que golpeaba las ventanas como dedos impacientes. Valeria y Enzo habían regresado de la fábrica abandonada cerca de las cuatro de la madrugada, demasiado agotados para hacer más que colapsar en la cama todavía vestidos, el contador de Franco quemándose en sus mentes.
Treinta y seis horas. Treinta y cinco. Treinta y cuatro.
Valeria despertó a las nueve, encontrando el espacio junto a ella vacío pero todavía tibio. Escuchó voces abajo: Enzo, Carmen, Gabriel. El centro de comando improvisado había reanudado operaciones.
Se duchó rápido, vistiéndose con lo primero que encontró. Cuando bajó, encontró a los tres alrededor de la mesa del comedor, laptops abiertas, tazas de café vacías multiplicándose como evidencia de una noche larga.
—Buenos días —dijo Carmen sin levantar la vista de su pantalla—. Hay café fresco. Lo necesitarás.
—¿Algo nuevo? —preguntó Valeria, sirviéndose una taza.
—Nada —respondió Gabriel, frustración evidente en su voz—. Franco es fantas