El aire milanés se sentía diferente, cargado de una electricidad que Valeria no podía ignorar. Las calles empedradas de la Brera reflejaban las luces doradas del atardecer mientras ella caminaba con paso firme, intentando calmar el torbellino que sentía por dentro. Había venido a Italia por trabajo, sí, pero también para poner distancia. Distancia de Enzo, de lo que sentía, de lo que temía sentir.
Pero el universo tenía otros planes.
—¿Huyes de mí hasta en otro continente, Valeria?
Aquella voz. Aquel maldito acento que convertía su nombre en una caricia prohibida. Valeria se detuvo en seco, sintiendo cómo su corazón se aceleraba traicionándola. Se giró lentamente para encontrarse con Enzo Costa apoyado contra la pared de un edificio antiguo, con ese aire despreocupado que tanto detestaba y deseaba a partes iguales.
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