Propiedad del mafioso
Propiedad del mafioso
Por: Maye Lyn
Prólogo

María tenía las manos llenas de pintura, inclinada sobre un lienzo viejo en su cuartito en París.

A sus veinticinco años, estaba a un paso de ser restauradora de arte, y cada pincelada la acercaba más a esa vida libre que tanto quería. Pero esa noche, todo se torció.

El teléfono sonó mientras limpiaba sus brochas. Era su papá, algo raro, porque él casi nunca llamaba.

—Hija, cuídate mucho y perdóname—dijo, con la voz temblorosa, como si alguien lo estuviera vigilando—. No confíes en nadie.

—¿Papá? ¿Qué pasa? —preguntó María, pero la llamada se cortó.

Se quedó mirando el teléfono, con un nudo en el estómago. Su papá siempre había sido reservado, un tasador de arte que viajaba demasiado, pero nunca lo había oído así. Intentó devolverle la llamada, pero no contestó. Decidió no darle muchas vueltas. Seguro exageraba, como siempre. Pero algo en esa llamada la dejaba un tanto inquieta.

Estaba recogiendo sus cosas cuando alguien golpeó la puerta. No era un toque suave, sino un golpe seco, de los que te hacen saltar el corazón. María dudó, pero abrió. Frente a ella estaba un hombre alto, de traje negro, con ojos oscuros y una expresión algo intimidante. Era guapo, sí, pero de una manera que ponía los nervios de punta.

—¿María Saint-Roux? —dijo, sin parpadear.

—¿Quién eres? —respondió ella, retrocediendo un paso.

—Carlo Belluzzi —dijo, su tono de voz no era fuerte, pero tenía un peso que la dejaba sin aliento. Y ese nombre no le sonaba de nada. Era la primera vez que veía ese rostro y la primera vez que escuchaba su nombre—. Tu padre me debe algo grande. Y tú vienes conmigo.

María soltó una risa nerviosa, pensando que era una broma, además de que su padre la acababa de llamar, tenía que tratarse de una broma.

—¿Es el día de los inocentes?

—¿Eres inocente, María?

—¿Quién demonios eres? —preguntó, los nervios empezaron a aparecer al ver que el hombre permanecía imperturbable. Aquello no era una broma. Pero él no se movió, solo la miró como si ella fuese su propiedad—. Vete.

—Vienes conmigo. — El aire se puso pesado, y ella sintió que el suelo se tambaleaba.

—Espera, ¿qué? No voy a ninguna parte —dijo, tratando de cerrar la puerta.

Carlo puso una mano en la puerta, sin esfuerzo, y la detuvo.

—No es una opción, María —dijo, dando un paso hacia ella—. Tu padre firmó un contrato. Y tú eres parte del trato.

—¿Contrato? ¿De qué hablas? ¡¿De qué hablas?!—preguntó, empezando a desesperarse, con la voz quebrándose.

Él sacó un papel del bolsillo, con sellos y firmas que parecían legales. María lo miró, pero las letras se le emborronaron. Su cabeza daba vueltas. Esto no podía ser real.

—N-No soy un objeto, ¡no soy propiedad de nadie

—Esto dice lo contrario, vienes conmigo —dijo Carlo, y señaló la salida—. Vamos.

María quiso gritar, correr, pero sus piernas no respondían. Lo miró a los ojos y de pronto él sonrió.

—Ahora eres mía, María.

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