El sol de la tarde se filtraba a través de las cortinas de lino, bañando la mansion Tobeck con una calidez tranquila. En la pergola de la mansion, Lucas sostenía a Ezequiel sobre sus hombros, mientras el pequeño reía a carcajadas al ver cómo su padre fingía ser un caballo indomable que trotaba sin control.
—¡Papá, más rápido! —gritaba el niño, con su pelo revuelto y la sonrisa que había heredado de Emilia.
Ella los observaba desde la puerta, con una mano apoyada en su vientre redondeado. Sentía los movimientos de su bebé, una pequeña que crecía fuerte dentro de ella. “Tu hermano y tu padre te están esperando”, murmuró, sonriendo.
Lucas giró para mirarla. —¿Vas a quedarte ahí mirándonos o piensas venir a salvarme de este pequeño jinete salvaje? —bromeó, acercándose a besarle la frente.
—Solo los estoy observando. Este cuadro es perfecto, no quiero interrumpirlo —respondió Emilia, acariciando la mejilla de su esposo.
El viento suave movió su cabello, y Lucas se quedó un segundo perdido