La noche caía sobre la ciudad con una llovizna fina que difuminaba las luces de neón.
Rafaela Brock caminaba con paso calculado por un callejón detrás de un antiguo taller mecánico. Había elegido este lugar por una razón: nadie se asomaba allí a menos que buscara problemas.
Su abrigo negro, impecable a pesar de la humedad, contrastaba con la suciedad del entorno. Nada quedaba de la mujer que había sido presentada a la sociedad como heredera respetable.
Los meses en prisión le habían cambiado el rostro, endurecido la mirada. La buena conducta que la liberó no era más que una máscara; el verdadero plan había nacido en esas celdas frías, alimentado por el rencor.
Entró en el taller. El aire olía a aceite rancio y metal oxidado.Dos hombres la esperaban: Amaro y Ramiro, conocidos en el bajo mundo por “trabajos de recuperación”, eufemismo para secuestros y extorsiones.
—Llegas tarde —gruñó Ramiro, un hombre de hombros anchos y tatuajes en el cuello.
Rafaela se quitó los guantes de cuero con