POV: Helena
La Mansión Moretti. O, como yo la llamaba mentalmente, la jaula de oro.
El coche blindado me dejó en la entrada principal. Los guardias de seguridad eran enormes, vestidos de negro y parecían estatuas de piedra. Eran la prueba de que este lugar no era solo una casa, era una fortaleza. Me bajé con mi maletín, vestida con el uniforme de mi nueva esclavitud: un traje de pantalón gris oscuro, profesional y sin nada llamativo.
Mi mente repetía mi plan: solo soy la diseñadora. Nada más. No la ex-amante, ni la madre de su hija. Solo una profesional muy cara.
Un hombre de aspecto serio y con un portapapeles me recibió. Era la mano derecha de Franco, Dante (su consigliere, que se encargaba de todo lo sucio) la había enviado. Me guió por los pasillos, que ya olían a dinero viejo y poder.
Elisa ya no está aquí. La había enviado esa misma mañana con mi niñera de confianza a un lugar seguro. Un lugar que Franco no conocía. El único consuelo que tenía era saber que ella estaba lejos de este hombre y de su mundo de sombras. Ahora solo me quedaba trabajar, conseguir el dinero y luego huir para siempre.
Llegamos a la oficina temporal que habían montado para la primera reunión. Era una sala enorme, con un ventanal que mostraba una vista impresionante del lago.
Y ahí estaba él.
Franco no estaba sentado. Estaba de pie frente a la ventana, con las manos en los bolsillos. Su traje era perfecto, negro como el resto de los hombres que lo rodeaban, pero en él se veía distinto. Más peligroso. Su espalda ancha era un muro de poder.
Cuando me vio, se giró.
El impacto fue físico, como si me hubiera golpeado el aire. Cinco años. Cinco años sin verlo. Pensé que lo había superado, que la herida era solo una cicatriz. Pero al verlo, me di cuenta de que la herida seguía abierta y sangrando.
Estaba más guapo que nunca. Sus facciones se habían endurecido. Los pómulos más marcados. La expresión de su boca, siempre sería, ahora parecía aún más dura, más fría. Solo sus ojos, ese verde esmeralda que me había quitado el sueño por años, seguían siendo la misma droga que me había atrapado.
Me puse tensa. Sentí el calor subir por mi cuello.
—Buenos días, señor Moretti —dije, usando mi voz más formal, casi robótica.
Él no me devolvió el saludo con palabras. Solo me miró de arriba abajo, despacio, con esa mirada de dueño que tanto odiaba y tanto recordaba.
—Helena Dandelion. Puntual. Me gusta— dijo finalmente. Su voz era grave, con ese tono italiano que siempre me hacía temblar.
Controla tu respiración. No dejes que vea que todavía te afecta. Míralo como un cheque, no como el hombre que te hizo suya.
—Estoy aquí para el trabajo —respondí, abriendo mi maletín y sacando los primeros planos. Quería ir directo a los negocios. —He revisado los planos iniciales. Tengo algunas ideas sobre la distribución de las alas y la integración de seguridad con el paisajismo exterior.
—Dejemos eso para después— me interrumpió, dando un paso hacia mí. Su movimiento me obligó a dar un paso atrás, mi espalda chocando contra la mesa.
—Necesito entender las condiciones de su contrato, señor Moretti —insistí, ignorando el miedo. —Mi trabajo es claro. Solo diseño.
Franco sonrió. No era una sonrisa divertida, sino una sonrisa que prometía problemas. Se acercó más, hasta que pude sentir el calor que salía de su cuerpo. El aire se hizo más denso. El perfume de whisky y peligro me invadió.
—Tus condiciones terminaron cuando aceptaste mi dinero— dijo, bajando la voz—Ahora estás en mi casa, bajo mi control. Y mis reglas no están en el contrato, cara mía.
Me tragué el nudo en la garganta.
—¿Qué clase de reglas?Él levantó una mano y la apoyó en la mesa, justo al lado de mi hombro, acorralándome. No me estaba tocando, pero su presencia era abrumadora.
—Regla número uno— susurró, y sus ojos se clavaron en los míos, volviéndose más oscuros—Olvídate de tu apartamento. Las mudanzas ya están hechas. Tú y Elisa vivirán aquí, en una de las casas de invitados, hasta que el proyecto se termine.
Tuve que fingir sorpresa, aunque sabía que esto venía.
—Elisa no está aquí. Ya me encargué de eso.Franco se rió, esta vez con más fuerza. Fue un sonido que me hizo recordar el sótano, el cuero, y su control total.
—¿Crees que no lo sabía?—Me miró con una expresión de burla. —Te crees muy inteligente, Helena. Pero te tengo vigilada desde hace semanas. Sé que la enviaste a un lugar con tu niñera. Pero no importa. Ella está a salvo por ahora, sí. Pero tu 'refugio' no dura para siempre.
Me asustó que supiera tanto. Que tuviera tanto poder.
—Aquí o allá, ella está en mi mapa— continuó. —Así que la regla número uno es: vienes aquí, vives aquí. Y obedeces. La seguridad aquí es total. Es la única forma en que confío en que te mantendrás con vida hasta terminar mi mansión.
Quiere verme. Quiere torturarme. Quiere controlar mi vida como lo hizo hace cinco años. Pero esta vez, tengo un as bajo la manga. Su dinero va a pagar mi libertad.
—Acepto la regla —dije con firmeza, aunque mi corazón latía muy rápido. —Pero mi parte del trato se mantiene. Solo soy su diseñadora. Si me toca, si me exige algo más que mi trabajo, el contrato se rompe y usted no solo pierde su dinero, sino que su reputación quedará arruinada.
Franco sonrió de nuevo. Sus ojos se movieron a mis labios.
—¿Estás tan segura de que no me deseas?— preguntó, inclinándose un poco más. Pude oler el whisky en su aliento. Era una invitación peligrosa. —¿O es que tienes miedo de caer en mi cama de nuevo, cara mía?
Sentí la necesidad de negarlo, pero mi cuerpo traidor recordó la fuerza de sus besos, la pasión oscura. Me obligué a respirar hondo.
—No tengo miedo —mentí, mirándolo directamente. —Solo tengo memoria. Y no me gustan los hombres que traicionan.
—Interesante—murmuró, disfrutando de mi desafío. Se inclinó sobre la mesa, sus dedos rozaron el plano arquitectónico, y de repente, su mano atrapó la mía. Fue rápido y fuerte.
La tensión sexual explotó en la pequeña distancia entre nosotros. Yo intenté tirar de mi mano, pero él la sujetó firmemente.
—Regla número dos— dijo, su voz se había vuelto un ronroneo bajo y peligroso—Ya no eres una empleada, ni una invitada. Eres mi posesión, comprada con el dinero que te salvará la vida.
Me liberé de su agarre de golpe y me alejé de la mesa, respirando con dificultad.
—Eso nunca será cierto— dije, mi voz temblando por la furia.
Franco se rió con maldad.
—Oh, claro que lo es. Y la regla número tres es la más importante de todas, diseñadoraMe miró de pies a cabeza, con sus ojos llenos de una promesa oscura que me hizo temblar.
—Tendrás que aprender a vivir con el hecho de que no vas a huir. Porque ahora, yo sé que tengo una hija, y tú y Elisa se quedan aquí conmigo.