El coche avanzaba a buen ritmo por la carretera. Al final, Livia dejó que Leela la arrastrara hasta un restaurante. Cada una escogió algo del menú de almuerzo, mientras Leela no dejaba de lanzarle miradas de reojo a la joven que tenía enfrente.
‘Señorita… ¿cómo puede seguir luciendo tan preocupada? Si tan solo supiera cuánto la ama el joven maestro…’ Los labios de Leela se curvaron en una leve sonrisa. ‘Aunque bueno, esa carita ansiosa es tan tierna… Lo siento, señorita.’
Aun así, pese a la punzada de culpa, decidió no entrometerse más. La inocencia de Livia era un tesoro que no quería manchar; precisamente eso era lo que hacía que la gente la adorara.
Cuando terminaron de pedir, el camarero les llevó rodajas de fruta fresca. Como la fruta era mejor antes del plato principal, muchos restaurantes habían adoptado servirla de entrada.
Mordisqueando la suya, Livia volvió a ser acechada por la misma curiosidad insistente que llevaba semanas rondándole: nada menos que el misterio del asiste