Pese a la distancia que los separaba, Eris sintió el peso de la mirada del Asko sobre ella. Sintió hasta su ira. Las trompetas sonaron y comenzó el choque de espadas de los bandos que se enfrentarían a muerte.
Y pronto cayeron los primeros muertos. Una espada apenas rozó el cuello de uno, pero se precipitó al suelo. A otro, la filosa hoja de metal se le clavó entre el brazo y el costado y salió del otro lado tan limpia como había entrado. Cayó al suelo también.
Era una masacre, pero ninguna gota de sangre había manchado todavía la arena y, en las gradas, las gentes se miraban unas a otras, confundidas.
—¿Qué está ocurriendo? ¿Qué es lo que hacen estas escorias? —preguntó el rey al presentador, que se veía tan perdido como los demás.
El hombre se encogió de hombros y recompuso pronto. Envió a otro a exigirle explicaciones a Mort, el entrenador.
En la arena, los alaridos de los supuestos heridos provocaban escalofríos. Nunca antes demostraron tanto dramatismo y dolor quienes acostumb