La noche de los gritos dolientes se desató con una ventisca, que sobre la piel se sintió como un mal presagio. Las gentes de la tierra, en su profunda conexión con ella, conocían el lenguaje de la naturaleza, habían descifrado sus mensajes, y buscaron refugio en sus hogares al caer el último rayo de sol.
No había un alma en el mercado cuando la tropa liderada por Akal cabalgó por las calles, que todavía olían a hierbas, frutas y a la sangre de los animales sacrificados.
A mitad de camino hacia el palacio de Dom, se encontraron con unos guardias que Akal recordaba bien: había bebido con ellos en su fiesta de bienvenida y luego lo arrastraron para lanzarlo al abismo.
Nadie quiso arrebatarle el honor de ser quien los despedazara, en un enfrentamiento que se sintió demasiado breve. Comprendió entonces que la diosa Ariat no sólo lo había sanado de su perniciosa dolencia y las heridas de su condena; lo había vuelto más fuerte que el resto de los Liaks también.
Fuerza, velocidad, sentidos a