El sol de la mañana, radiante como un abrazo cálido, besaba la piel del nuevo alfa de la manada Blanca. Como las leyes dictaban, Dom, el culpable de tantos males, fue juzgado y recibió la misma condena que Akal, quien se aseguró de que la última gota de vida se hubiera extinguido de su cuerpo antes de que las llamas lo consumieran, convirtiéndolo en cenizas. El mismo destino sufrieron los pocos de sus seguidores que todavía vivían.
Descubierto el horroroso plan que había buscado quitar de en medio a Akal, éste recuperó la confianza y admiración que le precedía por su linaje. Algún día su nombre brillaría con luz propia y sería su hijo quien cosecharía los frutos de su legado.
Con la criatura en brazos, paseaba por el balcón que rodeaba la propiedad, viendo a lo lejos los trabajos de reconstrucción tras la batalla.
—Ya se ha acostumbrado a mi presencia. Duerme en mis brazos porque sabe que en ellos está a salvo. Quiero que cada Liak de la manada sienta lo mismo —expresó, volviendo a ce