Eris llamó a la puerta de la celda de Eladius en el templo.
—¿Quién es? —preguntó él, con la voz apagada, temerosa.
—Soy Eris. No has ido al palacio, así que vine a visitarte. ¿Puedes abrir? He venido sola —agregó, al notar su renuencia.
Él abrió por fin y la dejó pasar, echando el cerrojo detrás de ella.
—¿Cómo has estado? —quiso saber Eris, mirándolo con atención. Él le rehuía la mirada.
—¿Cómo crees que podría estar? —espetó con amargura— ¡Confié en ti! Te dejé entrar aquí, te enseñé sobre pociones, incluso te preparé una confiando en que tenías insomnio. Te preparé la suficiente para que pudieras hacer dormir a todos los guardias del palacio —se cubrió la boca, consciente de que lo que acababa de decir podía costarle la vida—. Me engañaste.
—Eladius...
—¡Me utilizaste! —reprochó, y sus palabras resonaron como las del Asko—. Y yo pensando que éramos amigos, pero sólo querías traicionar al rey... —volvió a cubrirse la boca y le dio la espalda.
Eris lo oyó sollozar y fue a pararse