Mundo ficciónIniciar sesiónAl entrar, lo primero que vio fue un carrusel que giraba lentamente en el centro del salón al compás de la melodía de "Feliz Cumpleaños". Daba vueltas y más vueltas, y sobre cada uno de los caballitos de madera había un platillo exquisito.
En el centro, sobre el caballo más grande, descansaba un pastel enorme y bellamente decorado. Nunca había visto algo tan espectacular.
—Feliz cumpleaños.
Una extraña sonrisa se dibujó en los labios de Paolo mientras sus ojos seguían cargados de melancolía. Presionó un botón y el carrusel se detuvo justo frente a ella, con el pastel a su alcance.
Cristina no entendía nada. No era su cumpleaños. Lo miró confundida; la sonrisa en la cara de él se veía tan forzada.
No dijo nada. Se sentó a su lado en silencio y comió el trozo de pastel que le sirvió.
Mientras tanto, Paolo comenzó a beber vino, una copa tras otra. La desolación en su mirada se hizo más profunda y no volvió a pronunciar palabra.
El carrusel continuaba su giro hipnótico con la música de fondo. La sonrisa artificial de Paolo le dolía hasta el alma. Podía sentir que él no era feliz en absoluto.
El tiempo pasó. Los meseros descorchaban una botella de vino tras otra.
Después de la séptima, se desplomó en los brazos de Cristina, murmurando un nombre sin cesar.
—Stella, Stella…
Fue en ese momento que ella entendió que en el corazón de su señor vivía una mujer llamada Stella.
...
Los recuerdos se desvanecieron.
Por fin comprendió todo. Ahora entendía por qué Paolo había reaccionado de esa manera al ver la invitación.
Esa noche había sido el cumpleaños de Stella.
Un hombre tan orgulloso como él no había podido conseguir a la mujer que amaba. Podía imaginar el dolor que lo consumía.
Deseaba con todas sus fuerzas hacer algo por él, por el hombre que la había salvado y le había dado un hogar. No le importaba ser un reemplazo si eso le traía un poco de paz.
Fue a su habitación, abrió el armario y sacó el vestido negro que Paolo le había comprado dos años atrás.
Seguía siendo hermoso, como si el tiempo no hubiera opacado su brillo.
Se quitó su habitual camiseta blanca y sus jeans y se puso el vestido de escote pronunciado.
Se miró al espejo. Ya no era la chiquilla de figura incipiente de dos años atrás. Su pecho, ahora más lleno, le daba un aire sensual, aunque discreto y sereno.
Con el vestido puesto, se sentó en la sala a esperar. Las horas pasaron. Todos los demás sirvientes se habían ido a dormir, pero él no regresaba.
La ansiedad crecía en su pecho, pero se mantuvo firme, esperando.
Finalmente, el sonido de un carro entrando a la propiedad rompió el silencio. Se puso de pie de un salto.
"¡El señor regresó!".
Un instante después, la puerta principal se abrió de una patada. Paolo entró tambaleándose, completamente ebrio. Sus ojos desenfocados se posaron en la silueta de una mujer con un vestido negro en medio de la oscuridad. No podía verle la cara, pero esa figura… le resultaba tan familiar. Era la ropa que a Stella le gustaba usar.
—Stella, Stella… ¿eres tú?
Arrastrando los pies, se acercó a ella.
Cristina se quedó inmóvil, sin decir una palabra. Él tropezó y cayó en sus brazos.
—De verdad eres tú, Stella, Stella…
En la penumbra, Paolo le tomó la cara entre las manos, dejándose llevar por la añoranza que lo consumía.
De repente, todo se volvió oscuro para ella. Sus labios fueron sellados por un beso violento y exigente, impregnado del fuerte olor a alcohol.
Él la empujó bruscamente contra la pared y su cuerpo la aprisionó, impidiéndole moverse.
Abrió la boca para quejarse por el dolor en su espalda, pero él aprovechó para invadirla con su lengua, explorando cada rincón con un ardor que sabía a vino.
Apenas podía respirar bajo su peso.
La mano de Paolo se deslizó por debajo de su vestido, y una corriente eléctrica recorrió su cuerpo, dejándola rígida. La sensación, completamente nueva, la llenó de miedo.
La tela del brasier cedió mientras él la subía, y sus manos se apoderaron de sus pechos con una rudeza que la hizo vibrar.
Un gemido ahogado escapó de sus labios, y el calor le subió a las mejillas.
Como si el sonido la hubiera delatado, Paolo la levantó en brazos y la llevó escaleras arriba, hacia su habitación, mientras seguía susurrando el nombre de otra mujer.
—Stella, Stella…
Una sombra de desolación cruzó su mirada.
Un instante después, la arrojó sobre la cama. El colchón se hundió bajo su peso y él se abalanzó sobre ella.
Sus besos, desesperados y febriles, descendieron por su cuello, dejando un rastro húmedo y ardiente.
Volvió a tomar sus labios, esta vez con más ferocidad, mordiéndolos hasta que ella saboreó el gusto metálico de su propia sangre. Y entre cada beso, el eco de un nombre que no era el suyo: “Stella, Stella…”.
Una punzada de desilusión la atravesó, pero su beso posesivo no le dio tiempo a pensar. Le dolían los labios, lastimados y sangrantes.
—¡Ah!
El vestido se rasgó con un sonido violento, y el aire fresco de la habitación le rozó la piel expuesta.
La tela del escote estaba destrozada, revelando por completo sus pechos. Tenía los labios hinchados, adoloridos. Solo sentía dolor, un dolor que la hacía temblar sin control.
Él le sujetó la cintura con fuerza, deteniendo sus temblores.
El sabor a sangre pareció calmarlo un poco, y la presión de su boca se suavizó.
Su mano descendió por su abdomen, y un calor extraño la recorrió, el placer y el pánico la hicieron estremecerse.
Su mano siguió bajando hasta llegar a su intimidad. El contacto húmedo y cálido lo hizo reaccionar, y los dedos de ella se crisparon al sentir su tacto.
—Stella… Todavía me deseas, ¿ves? Tu cuerpo aún me quiere.
Sus labios se adueñaron de los de ella una vez más.
Ante la inminencia de lo que iba a suceder, un escalofrío la sacudió de pies a cabeza. No se resistió. Se entregó, permitiendo que él hiciera lo que quisiera.
Con un solo movimiento, él desabrochó su brasier, liberándola por completo.







