Stella Bianchi… El nombre le resultaba tan familiar.
Era el primer año después de que se graduara de la universidad. Paolo la había llevado de vuelta a la mansión para que se convirtiera en su sirvienta personal, encargada de su rutina diaria. En muy poco tiempo, ella había memorizado sus horarios, sus gustos y sus manías, aprendiendo con esmero a ser la asistente perfecta.
Paolo estaba satisfecho con su desempeño. Le hizo jurar que nunca lo traicionaría y que obedecería cada una de sus órdenes sin dudar.
Cristina lo juró con total sinceridad. Se prometió a sí misma que, aunque el mundo entero la traicionara, ella jamás le fallaría a él.
Si no fuera por Paolo, no tendría nada. Él le había devuelto el sentido a su vida y le había permitido sentir de nuevo el calor de una familia.
Lo consideraba todo lo que tenía en el mundo, y sabía que la única forma de no lastimarlo era a través de la obediencia absoluta.
—Stella Bianchi… —murmuró, y de pronto, los recuerdos dispersos encajaron en su