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Capítulo 5 Destrozando el regalo más preciado

—Señor, no... no es eso... —sollozó ella, con el rostro bañado en lágrimas.

—Señor, por favor... es el regalo de cumpleaños que usted me dio.

Suplicó una última vez, con la voz quebrada.

La mano de Paolo que sostenía el violín tembló por un instante, pero enseguida una sonrisa peligrosa se dibujó en sus labios.

—Un regalo de cumpleaños, ¿y? ¿Eso qué importa?

Al segundo siguiente, el violín rosa yacía destrozado sobre el pulido suelo de madera.

Las lágrimas volvieron a brotar de los ojos de Cristina. Se dejó caer de rodillas y comenzó a recoger los trozos del instrumento, rota por dentro, mientras murmuraba una y otra vez que aún podía repararlo.

Paolo la observó con una expresión de superioridad, luego se dio la vuelta y caminó con paso decidido hacia la salida.

—¡Paolo...! —gritó Romina con voz melosa.

Él ni siquiera se giró. Salió de la mansión como una ráfaga, subió a su Lamborghini negro y se marchó a toda velocidad, ignorando por completo los intentos de ella por llamar su atención.

...

Cuando Paolo se fue, Romina regresó a la casa, contrariada. Al ver a los sirvientes inmóviles como estatuas, adoptó un aire de dueña y señora y les gritó:

—¡¿Qué hacen ahí parados?! ¿Acaso no tienen nada que hacer? ¡Limpien este desastre ahora mismo!

Los empleados, prudentes, comenzaron a recoger los destrozos. Aunque todos sabían que Romina era la amante oficial del joven Morelli, nadie creía que él fuera a casarse con ella ni que algún día se convertiría en la señora de la casa.

La modelo posó entonces su mirada en Cristina, que seguía arrodillada en el suelo, aferrada a los restos del violín. La rabia se encendió en su interior. Estaba convencida de que la maldita sirvienta había arruinado sus planes al entregarle esa invitación a Paolo, provocando su ataque de ira. Su resentimiento hacia la joven creció aún más.

Se acercó a ella con furia y, con la punta de su tacón de aguja, pateó los fragmentos de madera que quedaban en el suelo, esparciéndolos.

—¡No haga eso!

Cristina vio con horror cómo los pedazos de su violín salían disparados. Ya estaba gravemente dañado; ahora sería imposible repararlo. Romina estaba siendo cruel, humillándola deliberadamente.

—¡¿Qué me ves?! ¡No olvides que solo eres una sirvienta que Paolo recogió de la calle! Para ser más clara, ¡eres basura! ¿Con qué derecho te atreves a dirigirme la palabra? —dijo Romina, implacable.

Cristina bajó la cabeza y guardó silencio.

—Y ni se te ocurra pensar que puedes seducirlo. Todavía no te he cobrado lo de la otra noche. ¿Crees que con esos truquitos baratos vas a meterte en su cama?

Romina rio con desprecio.

—¿Por qué no te ves en un espejo? Mírate, no tienes ningún atributo.

Dicho esto, se irguió con arrogancia, sacando el pecho frente a Cristina.

Cristina levantó la vista hacia el rostro burlón de Romina. Tenía que admitir que era increíblemente bella: piel blanca, un busto generoso y unas piernas larguísimas. No en vano había ganado un concurso de modelaje. Seguramente, incluso sin la ayuda de Paolo, habría logrado destacar por su belleza tarde o temprano.

—¿Qué? ¿Te dolió la verdad? Mírame bien. Yo soy la clase de mujer que a él le gusta. ¡Tú no tienes ninguna oportunidad de competir conmigo!

Romina la agarró del cabello y le siseó cada palabra al oído.

Cristina luchó por contener las lágrimas, decidida a no darle la satisfacción de verla llorar.

—Yo no quiero competir con usted por nada.

Apartó la cara, y su largo cabello negro se desparramó por el suelo mientras la modelo seguía tirando de él. Al escuchar su respuesta, el frágil ego de Romina pareció calmarse. Soltó lentamente su cabello.

—Más te vale que lo entiendas.

Aun así, no estaba satisfecha. Pero con tantos sirvientes presentes, no se atrevió a hacer nada más drástico, aunque le hubiera encantado abofetearla para vengar lo de la otra noche. «Ya habrá tiempo para eso», pensó, convencida de que un día sería la dueña de la mansión Morelli y podría darle su merecido a esa sirvienta.

...

Cuando Romina se fue, Cristina recogió con cuidado cada uno de los pedazos del violín y trató de unirlos. Aunque consiguió reconstruir su forma, sabía que nunca volvería a sonar.

—Ay, mi violín... Debió dolerte mucho. Te prometo que voy a repararte. No culpes al señor, él no quería hacerlo, de verdad que no...

A pesar de que Paolo había destruido su posesión más preciada, no sentía ni una pizca de rencor hacia él. Estaba segura de que debía haber una tristeza inmensa en su corazón para que hubiera perdido el control de esa manera.

"La invitación... Sí, tuvo que ser por la invitación... "

Recordó el origen del estallido de Paolo. Buscó la tarjeta roja en el suelo, junto a la mesa del comedor, y la recogió. Al abrirla, leyó los nombres impresos en ella: "Stella Bianchi" y "Enrico Fabri" anunciaban su boda en un hotel de lujo en unos pocos días.

Era una invitación de boda como cualquier otra. Paolo, un hombre de negocios, las recibía casi a diario. Cristina se las entregaba todas las mañanas y él nunca había reaccionado de forma tan violenta. ¿Qué tenía esta de especial? Su mirada se detuvo en el nombre "Stella Bianchi".

¿Stella Bianchi? Esas palabras le resultaban extrañamente familiares. Repitió el nombre en voz baja, sumiéndose en sus pensamientos, tratando de recordar dónde lo había escuchado antes.

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