En la oscuridad, una figura alta y esbelta se acercó lentamente, hasta que su sombra cubrió por completo a la pequeña silueta agachada en el suelo.
—Stella, ¿no crees que es un poco inapropiado que una mujer recién casada venga a casa de un hombre a estas horas?
Su voz, familiar y magnética, sonó carente de toda emoción, provocándole a ella un escalofrío. Recordó el tono tierno con el que solía hablarle y sintió una profunda melancolía.
Stella levantó la vista quedando absorta al mirar el rostro que la recibió, era tan atractivo como siempre; los ocho años que habían pasado no parecían haber dejado rastro en él. Seguía siendo el mismo. Sin embargo, la mirada de sus ojos ambarinos era ahora de una dureza despiadada.
Sintió miedo al recordar las palabras de Gabriella: “Si quieres salvar a tu hermana, ve a buscar a Paolo. Consigue que deje libre a mi Enrico y te la devolveré sana y salva”.
Apretó los puños, con las palmas húmedas por un sudor helado. Sus ojos se llenaron de lágrimas a pu