El cielo de finales de otoño lucía excepcionalmente despejado. Un haz de luz dorada se filtraba a través de las cortinas de gasa, iluminando la cara de la joven en la cama, de una palidez casi traslúcida.
Una voz profunda y nítida resonó cerca de su oído. Cristina podía sentir su aliento, una caricia que le provocaba un cosquilleo en la piel. Era una sensación agradable, refrescante como una brisa suave.
Mantuvo los párpados cerrados a propósito, esperando que no descubriera que podía oír cada una de sus palabras. Jamás imaginó que él pudiera ser tan elocuente. Esas frases que siempre había soñado escuchar ahora flotaban a su alrededor, envolviéndola con su ternura. Tenía miedo de que, si abría los ojos, todo se desvaneciera. Aunque sabía que no podría engañarlo por mucho tiempo, en el fondo deseaba oír un poco más de esas palabras dulces que solo se comparten los enamorados.
—Cristi, anoche que llegué a la casa vi a tu gato gordo. Ya me había decidido a cocinarlo, hasta le dije a Sof