El sol de la mañana ascendió en el cielo, disolviendo por fin la oscuridad densa y sofocante de la noche. Sus cálidos rayos se posaron sobre los ventanales de la mansión, refractándose en un resplandor deslumbrante.
Stella yacía hundida en la suavidad de la cama, con el cuerpo inerte y un rastro de terror aún visible en su pálido rostro. Su cuello, clavículas, abdomen y muslos estaban cubiertos de marcas rojizas, un testimonio mudo del ultraje de la noche anterior.
Enrico salió del vestidor, ataviado con un traje oscuro e impecable. Se acercó con lentitud a la cama y dejó escapar una respiración pesada, su aliento cayendo directamente sobre la hermosa cara de ella.
Con los ojos cerrados con fuerza, Stella contrajo la expresión, asqueada. En ese instante, sentía que hasta el aliento de él era sucio. Apretó los dientes y giró la cabeza para evitarlo.
Él notó su rechazo y ocultando su frustración, sonrió de manera burlona.
—Espero que no hayas olvidado lo que tenemos que hacer hoy —le ad