Stella sintió un dolor en el pecho. Clavó su mirada en Gabriella, incapaz de contener la furia que crecía en su interior.
—¿Qué demonios quieres? Mi hermana no tiene nada que ver en esto, es inocente.
Gabriella mostró una sonrisa ladina. Su voz era suave, pero cargada de una firmeza inalterable mientras jugueteaba con un anillo color ágata que llevaba en el dedo.
—Eres lista. Sabes perfectamente lo que quiero.
Una mueca de amargura se dibujó en los labios de Stella y su voz tembló de forma violenta.
—¿Me estás obligando a casarme con tu hijo? ¡Tu hijo es un pervertido! ¡Le gustan los hombres! ¿Cómo esperas que me case con él?
—¡Cállate la boca!
El tono de Gabriella se llenó de una amenaza cortante para luego cambiar a uno burlón.
—¿Que mi hijo es un pervertido? ¿Y tú qué? No eres más que la sobra de otro. Que mi hijo quiera casarse contigo es una bendición, deberías sentirte afortunada. Si sabes lo que te conviene, vas a terminar esta boda como se debe y sin hacerme pasar vergüenzas.