2. Pesadilla

LORENA

—¿Hermanita?

El significado de esa palabra me oprime el corazón. El mundo se me derrumba en un segundo y la sonrisa tonta que tenía muere en mis labios. Esa voz burlona, que tantas veces intenté ignorar, ahora es imposible de evadir.

Mireya se acerca moviendo las caderas con ese vestido que la hace ver como una actriz en la alfombra roja. El cabello rubio oscuro le cae liso hasta los hombros, sus ojos verdes brillantes y una estatura ligeramente menor que la mía, fina, más delgada y esbelta, como si hubiera nacido para ser notada. Su piel clara y sus rasgos delicados la convierten en la favorita de mamá a simple vista por lo mucho que se parece a ella. 

—¿Lorena? —escucho, pero no entiendo—. ¿Estás bien? Mi amor, creo que tu hermana se quedó muda.

Le dice mi amor. No, por supuesto que esto no es un mal sueño. Es una pesadilla que me arranca el corazón.

Israel se aparta de mí preguntando qué sucede, habla y habla, pero lo único que puedo ver es cómo toma la mano de mi hermana menor. Cómo la llama mi amor. Cómo se ríe con ella. Cómo toda su atención es sólo para Mireya, como si yo nunca hubiera existido.

—Hija —la voz de papá me alcanza, preocupado, poniéndose a mi lado—. Lorena, ¿te sientes mal? —insiste mientras siento el peso de todas las miradas sobre mí—. Mi niña…

No puedo responder. No me salen las palabras. Sólo las lágrimas que arden en mis ojos dolidos como mi suerte.

Nunca me había enamorado antes y ella lo sabe. Quizá fue mi culpa, pero ella lo sabía. Mireya siempre supo que Israel era el amor de mi vida. ¿Por qué me hace esto? Pregunto en silencio… y sus acciones me responden.

Una carcajada suave me saca de mis pensamientos. La imagen es una tortura: mi hermana recostada en el brazo del hombre que amo, disfrutando del espectáculo patético que estoy dando.

—Debe ser la impresión —dice con fingida dulzura—. No todos los días el mejor amigo de la hermana mayor se enamora de la hermana menor— los tres años que llevamos de diferencia se sienten como treinta— Lorena, sé que estás sorprendida, pero por favor no arruines la noche. ¿Verdad que estás bien, hermanita?

—Estoy bien —murmuró, aunque mi voz apenas se escucha—. Muy bien.

—Entonces, pasemos al comedor. Me muero por contarles cómo empezó nuestro amor.

Me limpio las lágrimas disimuladamente y me obligo a caminar. Israel avanza del brazo de mamá y de Mireya. Y yo, estúpida, siento que cada paso me pesa como si arrastrara cadenas.

La mesa brilla bajo la luz del salón. Preparé esta noche con tanto entusiasmo que ahora me parece una burla ver cómo sirven la comida. Israel halaga la elección, Mireya dice que ella ayudó y yo sólo puedo reírme amargamente.

Podría desmentirla, pero no sirve de nada. Toda mi vida he visto cómo cada paso se da para coronarse como reina de todo.

Israel se sienta a su lado, atento a cada palabra suya, mientras yo ocupo mi lugar frente a ellos, con la cabeza en alto, aunque por dentro me falte el aire.

Papá está a la cabecera de la mesa, mamá a su lado, desbordada de orgullo por su consentida, aunque a ratos me mira con pena. Papá me aprieta la mano con disimulo; yo le respondo con un “estoy bien” que suena hueco, intentando que mi voz no se apague.

Las preguntas de mamá, disfrazadas de conversación, me permiten descubrir lo que nunca imaginé: mientras yo estudiaba y soñaba con Israel en Florencia, mientras pensaba que cada carta, cada pregunta suya escondía sentimientos hacia mí… él en realidad recibía a Mireya. Se enamoraba de ella. Se entregaba a ella.

Y lo peor: lo dicen con orgullo, como si fuera lo más natural. Como si mi hermana no supiera lo que yo sentía por él.

—Qué sorpresa tan hermosa. Israel es casi de la familia… ¡y ahora lo será de verdad! —exclama mamá emocionada.

La risa de mi hermana retumba en mis oídos, ligera y melodiosa para los demás, pero venenosa para mí. Si no me clavara esa mirada burlona, podría jurar que está enamorada… pero sé que no es así.

—Israel y yo estamos muy enamorados. Desde que Lorena me lo presentó pensé: ese es el hombre perfecto —declara con descaro, antes de besarlo y mis ojos se cierran por instinto—. Es el hombre de mis sueños.

—No, mi amor. Tú eres la mujer de mis sueños —responde él.

Siento que el mundo se me viene abajo. Esa sonrisa que tantas veces soñé ahora es sólo para ella. Le sirve vino, le habla al oído, la alimenta con ternura, la hace reír. Todo gira alrededor de Mireya.

El orgullo es mi única armadura, aunque por dentro cada gesto entre ellos me atraviese como un cuchillo.

—Hermanita, no hagas esa cara —me endulza la voz, fingiendo preocupación—. Sé que esto les sorprende, pero pronto todo va a mejorar. Lorena, ¿te molesta que Israel y yo estemos juntos?

Todos esperan mi respuesta pero mi hermana lleva la mano a su pecho fingiendo que le falta el aire y, como siempre, se roba la atención. Papá y mamá corren a ella, Israel por poco llora. Y yo sólo la observé, mientras sus palabras me hieren más que su teatro.

—¿Qué pasa, Lorena? —Israel me encara—. ¿Te molesta que me haya enamorado de tu hermana?

Trago saliva, me niego a ver la verdad, tengo frío pero enderezó la espalda y tomó la palabra. No voy a darles el espectáculo que esperan.

—No hay nada que me moleste —miento con frialdad—. Es más, propongo un brindis por la nueva pareja.

Mamá aplaude emocionada, a Mireya se le acaba la crisis milagrosamente, a papá se lo quiere llevar el diablo y yo sólo me muerdo los labios cuando la nana me mira con pena llorando desde lejos.

Israel rodea a su novia con un brazo, ajeno al dolor que siento. Yo me repito una y otra vez que no voy a llorar, que soy fuerte… aunque no tanto como creía.

—Amo a esta mujer con todo mi ser —anuncia con los ojos brillantes—. Les juro que nunca había amado así. Mireya es mi mundo y yo quisiera…

—¡Dios mío! —Escucho a mi madre.

—…que se convierta en mi esposa.

El silencio cae como un golpe seco. El aire se me corta, la sangre me pesa. Mis ojos arden, y aunque me niego a llorar, las lágrimas se escapan solas y traidoras.

Israel se pone de pie, besa las manos de Mireya con esa elegancia que me enamoró. Y con esa misma elegancia, me destruye.

—Mireya, mi amor, mi reina… ¿quieres casarte conmigo?

Siento que el alma se me rompe. Mamá ahoga un grito de emoción, papá aprieta la copa hasta casi romperla. Mireya finge sorpresa, con labios temblorosos de pura teatralidad, hasta que se lanza a sus brazos como si estuviera en una novela.

—¡Claro que sí! —grita—. Mi amor, yo también te amo.

Israel le coloca un anillo de diamantes rosa. Rosa, mi color favorito. Recuerdo nuestras conversaciones, todo lo que compartí con él… y ahora se lo entrega a ella.

El beso que se dan frente a todos me arranca el alma. Mamá llora de felicidad, papá guarda silencio con resignación y yo no sé qué hacer.

—Esto merece otro brindis —anuncia mamá.

Levanto mi copa, firme aunque me tiemblen las manos.

—Por el amor —proclama Mireya.

—Por mi futura esposa —responde Israel.

—Por ustedes —digo yo, tragando veneno en forma de vino—. Que reciban toda la felicidad que se merecen.

La felicidad no me llega, mucho menos cuando mi hermana se toma el tiempo de pedirme hablar a solas y abraza con falsa ternura dándome las gracias y el último dardo. 

—Lo siento, hermana… pero él me ama. 

—¿Y tu?. ¿Tu lo amas?.

—Lo quiero— es tan frívola— pero el me adora— me enseña el diamante que pensé estaría hoy en mi mano— no lo tomes a mal, serás el orgullo de papá pero mientras yo exista, siempre seré la principal… y tú la secundaria.

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