Los días que siguieron a la bofetada de Dmitri Slova se fundieron en una neblina de dolor para Nathaniel Vance. El incidente en la sala de neonatos había sido el clavo final en el ataúd de su dignidad, un recordatorio brutal de su impotencia.
El luto nacional por Anastasia se sentía como una burla personal, un coro de condolencias que solo amplificaba su culpa. Vance se había encerrado en sí mismo, la Casa Blanca una vez más su prisión, pero esa vez, autoimpuesta.
Se arrastraba por los pasillos vacíos, un fantasma en su propia mansión. Su despacho, antes el epicentro de su poder, ahora era un refugio de sombras donde pasaba horas con la mirada perdida en la pared de enfrente. La ropa se le pegaba al cuerpo, su barba había crecido más, y el olor a whisky se había aferrado a su piel, un recordatorio constante de su evasión. Evitaba la habitación de Anastasia, la puerta cerrada como una tumba sellada.
El simple pensamiento de cruzar el umbral le partía el alma. Era el santuario de su amo