29 | Inocentes

La camioneta negra se detuvo bruscamente, arrojando a Nathaniel Vance contra el asiento.

El olor a diesel y la oscuridad de la venda en sus ojos eran asfixiantes. Durante lo que parecieron horas, el vehículo había serpenteado por carreteras desconocidas, el traqueteo constante el único sonido más allá del pulso acelerado de su propia sangre en sus oídos. El hombre que le había prometido el infierno se sentó en silencio a su lado, con la presencia de la pistola en su costilla como un recordatorio constante de su cautiverio.

—Hemos llegado.

La voz era fría y distante, sin un atisbo de triunfo.

La puerta se abrió, y una ráfaga de aire fresco, húmedo y con un ligero olor a tierra mojada, lo golpeó. Lo sacaron con brusquedad, empujándolo a través de lo que parecía ser una entrada estrecha y descendente. Podía escuchar el eco de sus pasos, el metal resonando bajo sus botas, y un zumbido bajo, constante, como de generadores eléctricos. El aire se volvió más denso, más pesado, con el olor a h
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