La fiesta en la playa se fue apagando poco a poco. Las antorchas comenzaron a extinguirse y la música de la samba se mezcló con el rumor constante del mar. Las familias regresaron a sus hoteles y casas alquiladas, despidiéndose con abrazos y promesas de seguir celebrando. Pero Bruno y Sol no fueron con ellos.
Esa noche estaba reservada solo para los dos.
Habían elegido un pequeño hotel boutique frente a la playa, íntimo y acogedor, con habitaciones decoradas en tonos claros y un balcón que daba al océano. Cuando entraron, la brisa marina se colaba por las ventanas abiertas, trayendo consigo el aroma de la sal y las flores cercanas.
Sol se sentó en la cama, acariciando su vientre con gesto instintivo, mientras Bruno cerraba la puerta detrás de ellos. La miró como si fuera la primera vez, aunque sabía que esa noche era distinta. Ya no eran novios, ya no eran pareja: eran esposos, unidos frente a Dios y ante toda su familia.
—No puedo creer que estés acá, que seas mía —susurró él, ac