13:30 hs. - Damián.
Tras los tensos, extraños y cuasi pornográficos episodios de la mañana, Salomé y yo nos arreglamos un poco y salimos a almorzar.
—¿Qué pedimos? —me dijo mientras ojeaba la carta.
—No sé, lo que sea. Me muero de hambre. Si me ponen un truño ahí encima te juro que me lo como.
—¡Cerdo! —me pegó—. ¡No digas esas cosas en la mesa!
—Mala mía —reí yo.
En eso estábamos, cuando me dio uno de esos golpes repentinos míos de amor. La tomé de las manos y, sin dejar de mirarla a los ojos, me dieron ganas de decirle que la amaba.
—¿Qué? —preguntó, ruborizada, mirando para todos lados por si estábamos llamando demasiado la atención.
—Que te amo —respondí, obviando a los posibles curiosos.
—¡Damián! ¡Que está todo el mundo mirando!
—Me da igual... Te amo mucho —insistí.
—¿Sí? —dudó, echando un último vistazo a los costados—. ¿Cuánto?
—Pues... Lo que tardarías en llegar caminando hasta la luna.
—No se puede ir caminando hasta la luna. O sea, que no me quieres nada...
—Por eso mismo,