Palermo, nueva mansión de los Carbone – Tarde cálida de primavera.Cristian ajustó el cuello de su chaqueta frente al espejo del baño de un restaurante cercano al centro de Palermo. Había recibido la llamada de Vittorio esa mañana, inesperada, urgente, cargada de una extraña ternura disfrazada de firmeza."Te quiero a mi lado", había dicho su voz al otro lado de la línea. "Como mi aliado. Como alguien en quien confío más que en nadie."Y Cristian, aunque dolido, aún herido por las semanas de distancia y la cruel noticia del matrimonio, no había podido negarse. Lo amaba, aunque lo destrozara.La puerta de la mansión se abrió con un leve rechinido. Cristian entró, observando el mármol reluciente, los pasillos silenciosos y la nueva vida lujosa a la que Vittorio había sido arrastrado. En la sala principal, una chimenea encendida ardía sin necesidad, y Vittorio estaba de pie frente a ella, con las manos en los bolsillos, esperándolo.Al voltear, sus ojos se encendieron con una mezcla de a
Sótano de la Mansión CarboneMedianoche. Luces frías. Silencio pesado. El eco de las botas retumba como una sentencia.Las puertas del gran salón subterráneo se abrieron con un crujido seco. Dos hombres arrastraban a Vittorio, que aún sangraba de la ceja, forcejeando como una fiera acorralada. Lo tiraron de rodillas ante una gran silla de respaldo alto. En ella, Juan Carlos Carbone los esperaba con el rostro oscuro, los ojos hundidos por la decepción y la furia.A un lado, otros hombres traían a Cristian, golpeado, con la camisa rota y las muñecas atadas. Fue empujado con brutalidad y cayó cerca de Vittorio, jadeando.—¡No lo toquen! ¡Basta! —gritó Vittorio, tratando de ponerse de pie, pero los guardias lo aplastaron de nuevo al suelo.—¡Silencio! —bramó Juan Carlos—. ¡Silencio, Vittorio! ¡Has cruzado una línea que jamás debiste tocar!—Padre… —Vittorio alzó la cabeza, con la voz quebrada—. Si tienes que castigar a alguien, hazlo conmigo. Pero no con él. Cristian no es culpable de nad
Días después de la separaciónMansión Carbone – 2:37 a.m.La mansión estaba en silencio. El aire olía a cigarro, a licor añejo y a rabia. Vittorio estaba en el despacho, con la camisa desabotonada, el rostro desencajado y los nudillos ensangrentados de golpear las paredes.El vaso de whisky cayó contra la alfombra por tercera vez esa noche. Apenas pestañeaba. Su mirada se perdía entre las sombras y la botella que no paraba de vaciar. La ausencia de Cristian era un vacío que devoraba todo. Era un cuchillo bajo las costillas que no dejaba de girar.Golpeó el escritorio.Una vez. Otra. Otra.—¡Maldito seas, padre! —rugió, tirando los papeles al suelo—. ¡Maldita esta familia! ¡Maldita esta casa!De pronto, la puerta se abrió. Era Sofía, con un batín de seda, descalza, con el rostro tenso.—¿Qué demonios haces gritando a esta hora? ¿Estás borracho otra vez?Vittorio se giró con los ojos inyectados en furia. La miró como si no la reconociera. Como si fuera una sombra, un intruso, un recorda
Mansión Carbone – Oficina principal, 9:46 p.m.Meses después del destierro de CristianLa lluvia golpeaba con fuerza los ventanales de la mansión. El cielo estaba cubierto de nubes espesas y oscuras, como si el infierno mismo se hubiese abierto sobre Palermo. Dentro, el aire se sentía tenso, enrarecido, como el preludio de una tormenta aún más feroz que la que caía afuera.Vittorio cruzó el umbral del despacho de su padre con pasos firmes. Iba vestido de negro de pies a cabeza. Su cabello desordenado por el viento, la mirada cortante como una hoja recién afilada. Llevaba días acumulando papeles, testimonios, números, contratos… Y también rabia.Juan Carlos Carbone lo esperaba sentado tras su enorme escritorio, con una copa de coñac entre los dedos. Alzó una ceja al ver entrar a su hijo sin golpear, sin pedir permiso.—Vaya —dijo con voz rasposa—. El hijo pródigo decide volver a la oficina. ¿Has venido a lloriquear otra vez por el maricón que tuvimos que echar?Vittorio se detuvo frent
Mansión Carbone – Oficina central, semanas después.Vittorio se había convertido en un espectro entre las paredes de mármol de la mansión. Sus días eran silenciosos, sus noches interminables. Los negocios florecían bajo su puño de hierro, pero su alma, quebrada por la ausencia de Cristian, se había endurecido hasta volverse piedra. Sus ojos ya no brillaban, solo analizaban. Cada palabra era medida, cada decisión, quirúrgica. Lo apodaban “Il Freddo” entre los socios: el frío.El despacho ya no tenía rastros de Juan Carlos. La silla de cuero ahora solo respondía a Vittorio. Su sombra dominaba las reuniones, sus órdenes no se discutían. Había ampliado las rutas, sellado alianzas con rusos, marroquíes y alemanes. El dinero fluía como sangre negra por las arterias de Europa.Pero esa mañana… algo quebró la rutina.Sofía irrumpió en su despacho sin golpear, envuelta en una bata de seda beige. Su cabello recogido, la mirada directa, sin adornos.—Necesitamos hablar —dijo sin rodeos.Vittorio
Mansión Carbone – Ocho meses despuésLa mansión había cambiado. Los muros seguían siendo los mismos, el mármol impecable, pero el aire era distinto. Más denso. Más frío. Los pasillos parecían vacíos incluso cuando estaban llenos. Desde que Juan Carlos Carbone cayó al suelo entre estertores, Vittorio se adueñó no solo del trono, sino de cada rincón de la ciudad. Y con él, todo se volvió más despiadado.Sofía estaba en su octavo mes de embarazo. Caminaba sola, con el vientre redondo y pesado, envuelta en la indiferencia total del hombre que la había dejado vivir en su cama, pero no en su vida. Vittorio apenas le dirigía la palabra. No la tocaba. No se sentaba a su lado. Y jamás preguntaba por el bebé.Ella lo sabía. Sabía que lo odiaba. Que la despreciaba por haber delatado aquella noche en la habitación de la mansión. Pero no imaginaba hasta qué punto había comenzado su castigo.Desde hacía meses, Vittorio se había encargado de destruir, pieza a pieza, los negocios de la familia Martí
Palermo, madrugada gris. Hospital Umberto I.El grito de Sofía rasgó el aire como un cuchillo sobre seda. Retorcida sobre la camilla, con las sábanas empapadas de sudor y lágrimas, apretaba los dientes mientras la partera le indicaba que empujara con fuerza. Afuera, la lluvia azotaba los ventanales como si el cielo supiera que ese no era un nacimiento feliz. No había nadie a su lado. Ni familia, ni amigas, ni su esposo. Solo el eco del dolor, el latido entrecortado del monitor fetal, y el pánico temblando en sus ojos.Sofía gritó de nuevo. La partera y los médicos se miraban entre sí, concentrados, apurando el momento. Un último esfuerzo. Un empujón más. Y entonces… el llanto. El primer llanto desgarrador de una criatura recién llegada al mundo. Un niño.—Es un varón —dijo la partera, mostrándoselo fugazmente antes de llevárselo a limpiar—. Saludable.Sofía no dijo nada. No lloró. Solo giró el rostro hacia la ventana, agotada. En silencio. Vacía.Dos horas después, Vittorio entró por
Dos semanas después – Mansión Carbone, Palermo.El sol ardía sin compasión sobre el mármol blanco de la entrada principal. Invitados de todas partes de Sicilia llegaban uno tras otro, vestidos de gala, con sonrisas de compromiso y miradas cargadas de sospechas, ambiciones y pactos. Era el bautizo de James Carbone, el heredero. El evento había sido anunciado con la urgencia de una declaración de poder. Juan Carlos, aún convaleciente en su lecho, no había sido invitado. Vittorio ya no se molestaba en fingir jerarquías.La catedral había estado llena de humo de incienso, cánticos latinos y fotógrafos discretos que capturaban cada movimiento de los asistentes. Pero ahora, la verdadera puesta en escena era el banquete. Sofía, vestida con un conjunto blanco de encaje, caminaba entre las mesas con una copa en la mano y una sonrisa que no llegaba a sus ojos. A su lado, una niñera cargaba a James, arropado con una manta de lino bordada con hilos dorados y sus iniciales.Vittorio estaba en el