El aire en la suite era denso. La conversación grabada había dejado un rastro de veneno difícil de tragar. Alessandro caminaba de un lado al otro junto a la ventana, con los brazos cruzados, los ojos fruncidos, la mandíbula apretada. Enzo, sentado frente al computador, escuchaba de nuevo las palabras de Giuliano con atención obsesiva.
—Los planos llegarán mañana en un sobre sellado. Tu informante no falló, me lo entregará uno de los tuyos… el chofer —decía Giuliano, con una risa seca al final.
Enzo pausó la grabación. Sintió el corazón acelerado. Lentamente, giró la silla y encontró a Alessandro clavándole la mirada como si fuera una daga.
—¿A qué espera? —preguntó Enzo, rompiendo el silencio.
—¿Para qué?
—Para acusarme.
Alessandro no respondió enseguida. Caminó hacia la mesa, sirvió whisky en dos vasos, pero solo bebió del suyo. Luego se sentó en el sofá, sin dejar de mirar a Enzo.
—No he dicho nada.
—Pero lo pensó. Se le nota —dijo Enzo, de pie, con el orgullo latiéndole en el pecho