12

La noche en Roma parecía respirar con una pausa pesada. Alessandro y Enzo no habían dormido. La revelación de la traición de Mario aún ardía en el pecho de ambos como un hierro al rojo vivo.

A la mañana siguiente, cuando el sol apenas se alzaba sobre los edificios antiguos, Alessandro ordenó que bajaran discretamente al estacionamiento. Allí estaba Mario, revisando el maletero del auto como si nada hubiese ocurrido.

—¡Mario! —gritó Alessandro, caminando directo hacia él con paso firme.

El chofer se volteó, y al ver la expresión del jefe, pálido como un muerto, echó a correr.

—¡Maldito infeliz! —gritó Alessandro mientras sacaba su arma, pero no disparó. Quería atraparlo con sus propias manos.

Enzo y él corrieron detrás de Mario, que se escabullía entre las columnas del estacionamiento como una rata. Intentó salir por la rampa de acceso, pero dos empleados del hotel bajaban en ese momento y se interpusieron sin querer.

Eso le dio a Alessandro el segundo que necesitaba. Se lanzó sobre él
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