El amanecer en la mansión Moretti no traía luz, solo órdenes.
Enzo se había duchado en silencio. Vestía de negro, sin un solo pliegue fuera de lugar. Tenía el cabello recogido, la mirada firme. Sabía que ese día sería distinto. No había desayunos, ni revisiones de agenda. Solo un mensaje corto que recibió a las seis en punto: “Vestido. Preparado. En el garaje. 06:20.” Allí estaba Alessandro, apoyado sobre un auto negro, con una carpeta bajo el brazo y una mirada que no aceptaba demoras. Llevaba gafas oscuras, un abrigo largo y guantes de cuero. Era invierno en Palermo, pero en él todo parecía arder. —Súbete. —Ni un saludo. Ni una explicación. Enzo obedeció. Durante el trayecto, Alessandro no hablaba. Escuchaba un cassette en el estéreo del auto. Una voz femenina, suave, cantaba en francés. La melodía era extrañamente melancólica. —¿Quién canta? —preguntó Enzo, sin pensarlo. Alessandro giró apenas el rostro. Una pausa. —La mujer que quise matar, pero terminé amando. Y volvió a mirar al frente, sin añadir más. El auto se detuvo en la entrada trasera de un edificio industrial abandonado en las afueras. Dos hombres esperaban con armas visibles bajo los abrigos. Uno de ellos asintió al ver a Alessandro. —¿Todo listo? —preguntó el mafioso. —Sí, señor. Está adentro. Solo, como pidió. —Nadie entra ni sale hasta que yo lo diga. Alessandro descendió del auto. Enzo lo siguió. —¿Quién está dentro? —preguntó Enzo, su voz sin temblor. —Un error. Entraron por una puerta de hierro oxidado. La humedad se colaba por las paredes, el aire sabía a metal, a óxido… a sangre. En el centro de una sala vacía, iluminada por una lámpara colgante, un hombre estaba atado a una silla. Golpeado. La cara hinchada. El labio partido. Alessandro se acercó lentamente. Su sombra cubrió al cautivo como un presagio. —¿Sabes quién soy? —preguntó. El hombre levantó la vista, escupió sangre, y asintió. —Entonces sabes por qué estás aquí. —Fue un error… yo… —empezó a decir, pero Alessandro levantó una mano. —Los errores no existen en mi mundo. Solo las elecciones. Enzo se mantuvo atrás, observando. —Filtraste información a los Lucchese —dijo Alessandro—. Tres nombres, dos ubicaciones, y una transacción que aún estoy rastreando. ¿Por qué? —Mi hijo… tenían a mi hijo. Alessandro lo miró. En silencio. Luego, se agachó frente a él. —Yo también tengo un hijo. ¿Sabes cuál es la diferencia? —¿Cuál? —Que tú dejaste que el tuyo te debilitara. Yo haría que el mío me hiciera más fuerte. Y sin más, Alessandro se levantó, sacó un arma de su abrigo y apuntó directo a la rodilla del traidor. El disparo retumbó como un trueno dentro del edificio. El hombre gritó. Enzo no se movió. Solo tragó saliva. —Uno por cada nombre filtrado —dijo Alessandro. Disparo. Grito. Otro disparo. Silencio. El hombre quedó inconsciente, desmayado por el dolor. —¿Está muerto? —preguntó Enzo. —No. Pero lo estará. Alessandro se giró hacia él. —¿Te molesta esto? —No. Lo comprendo. —¿Lo apruebas? —No estoy aquí para aprobar nada. Estoy para cumplir. Alessandro se le acercó, sin bajar el arma. —Eres diferente. —¿Por qué? —Porque no parpadeaste. No suspiraste. No desviaste la mirada. —¿Eso le molesta? —Me intriga. Alessandro bajó el arma y la guardó. Dio media vuelta y salió del edificio, con Enzo detrás. No hubo más palabras. De vuelta en la mansión, ya caía la tarde. El ambiente era más denso. Más cargado. Alessandro bebía un espresso en su estudio. Enzo repasaba notas mentales. —Hoy viste la primera regla del negocio —dijo Alessandro, sin mirarlo. —¿Cuál es? —Nunca te fíes de los hombres que lloran por sus hijos. Ni de los que aman demasiado. El amor es un arma, Rinaldi. Y yo… ya tengo demasiadas. Enzo se acercó. Tenía una pregunta. —¿Y usted? ¿Ha amado? Alessandro lo miró por primera vez en horas. Largo. Intenso. —Lo suficiente como para no volver a hacerlo. Silencio. La noche caía en Palermo como una capa de terciopelo oscuro. Y Enzo, por primera vez, sintió una grieta en su propia armadura. No miedo. No culpa. Solo una extraña, maldita… admiración.