02

El auto negro se detuvo frente a la reja de hierro forjado, que se abrió con lentitud mecánica, como si incluso el tiempo obedeciera a Alessandro Moretti.

Enzo no dijo nada mientras el chofer lo conducía por el largo camino empedrado que atravesaba jardines cuidados con precisión quirúrgica. Árboles simétricos, fuentes de mármol, cámaras discretamente ocultas. Todo estaba donde debía estar. Todo gritaba poder.

Al llegar, un mayordomo de traje oscuro lo recibió sin una sonrisa, como si ya supiera quién era y a qué venía. No lo condujo a una habitación, ni al ala de servicio. Lo llevó directo al segundo piso, por un pasillo amplio de techos altos y luces cálidas, hasta una puerta doble de madera maciza.

—Espere aquí —dijo el mayordomo, antes de desaparecer.

Enzo, como siempre, obedeció.

—Pasa.

La voz de Alessandro se escuchó desde dentro, clara y fría.

Enzo empujó las puertas y entró.

La habitación no era una oficina común. No había computadoras a la vista. Ni ventanas. Solo una gran mesa de mármol negro, varias sillas, una biblioteca de cuero rojo con libros sin polvo, y en el centro, él.

Alessandro Moretti vestía una camisa negra arremangada, sin corbata, pero con el reloj de oro que valía más que cualquier departamento de la ciudad. Estaba sentado como un rey moderno. Rodeado de sombras, elegancia… y peligro.

—¿Dormiste?

—Sí, señor.

—Bien. Porque no volverás a dormir igual.

Enzo permaneció de pie, con las manos detrás de la espalda.

—Esta —dijo Alessandro, señalando la sala— es tu oficina.

Enzo no dijo nada, pero su mirada recorrió el lugar con detalle. Ni un solo aparato electrónico. Ni una hoja suelta. Todo era deliberadamente ambiguo.

—¿Sorprendido?

—Esperaba algo más… tecnológico.

Alessandro rió por primera vez. Seca, breve.

—¿Y para qué necesitaría tecnología si todo lo que importa me lo dicen las personas en la cara? Aquí no se mandan correos. No se dejan notas. No hay archivos digitales. Todo se memoriza. Todo se guarda en la mente. Solo en la mente. ¿Entiendes por qué?

—Porque no deja huellas.

—Exacto.

Alessandro se puso de pie. Alto. Imponente. Caminó hasta una repisa y tomó un libro. Lo abrió por la mitad, revelando un compartimento oculto donde reposaba una pequeña libreta y un teléfono satelital.

—Esto es todo lo que necesitas.

—¿El teléfono tiene rastreo?

—No. Y si lo pierdes, mueres.

Enzo lo miró. No con miedo. Con respeto.

—A partir de ahora, sabrás a qué hora desayuno, dónde almuerzan mis enemigos, qué negocios están en juego y cuántas veces al día mi hijo dice mi nombre. Todo pasará por ti. Y si algo falla… tú fallas.

—No fallaré.

—Todo el mundo falla, Enzo. Lo que importa es qué tan bien finges que no lo hiciste.

Alessandro volvió a su asiento. Tomó una carpeta negra que estaba encima de la mesa y la empujó hacia él.

—Esto es lo primero que leerás. Nombres, empresas, códigos, alianzas. Memorízalo. Y cuando termines, me repites cada detalle sin mirar una sola hoja.

Enzo asintió y tomó la carpeta.

—Te advertí que no habría escapatoria. Ahora que estás dentro, ya no eres Enzo Rinaldi. Eres mis ojos, mis manos… mi sombra.

—Lo entiendo.

—¿Tienes alguna duda?

—Solo una.

Alessandro alzó una ceja, curioso.

—¿Por qué no confía esto a alguien de su familia?

Silencio.

Largo.

Tenso.

Alessandro lo sostuvo con la mirada, sin parpadear.

—Porque la sangre traiciona más rápido que un desconocido. Y tú, por ahora, no tienes nada que perder.

Enzo asintió. Era una respuesta brutal. Pero lógica.

—¿Y su esposa? ¿Confía en ella?

Alessandro esbozó una sonrisa sin alegría.

—La confianza no es necesaria en un matrimonio arreglado. Basta con los límites.

Se levantó nuevamente y caminó hacia una segunda puerta dentro de la sala. La abrió. Era una habitación más pequeña, con un sofá-cama, escritorio y una ducha en la esquina.

—Dormirás aquí cuando trabajes hasta tarde. Que será siempre.

Enzo cruzó la puerta. Era una celda de lujo. Sin ventanas. Sin relojes.

—¿Y mi libertad?

—Nunca fue parte del contrato.

El resto del día transcurrió en una rutina enfermiza de eficiencia: llamadas cifradas, entregas discretas, visitas silenciosas. Enzo no preguntó nada. Escuchó, observó, aprendió.

A las diez de la noche, Alessandro caminó hacia el ventanal de su despacho personal —uno que sí tenía vista al jardín— y sirvió su whisky habitual.

Enzo se mantenía a unos pasos de él, con la carpeta en una mano y la espalda recta.

—¿Ya memorizaste todo?

—Sí.

—¿Todo?

—Cada palabra.

—Bien.

Alessandro giró lentamente. Lo miró de nuevo como lo había hecho en la entrevista: evaluándolo, midiendo cada reacción.

—Tienes buen porte. Buena presencia. Discreta. Eso me gusta.

Enzo no respondió. Sabía que no era un cumplido, sino una advertencia.

—Y no hueles a perfume barato. Otro punto a favor.

—Nunca uso nada que no pueda justificar.

—Y si yo te ordenara que te pusieras una colonia específica, ¿lo harías?

—Sí. Pero primero sabría por qué.

Alessandro sonrió.

—Te advertí que esto no era un trabajo normal.

—Y yo acepté ser su sombra, no su títere.

Un silencio denso volvió a flotar entre ellos.

—Vete a dormir, Rinaldi. Mañana empezamos con la limpieza interna. Y eso incluye a los que se creen indispensables.

—¿Necesitará que esté armado?

—No. Pero asegúrate de llevar nervios de acero. Lo demás… lo aprendes viendo.

Enzo se retiró. Cerró la puerta sin mirar atrás.

Y Alessandro, con la copa en mano, lo siguió con la mirada.

Era su asistente.

Su sombra.

Y, aunque no lo sabía todavía… su primera grieta.

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