El reloj marcaba las nueve en punto cuando las puertas del despacho se cerraron tras el tercer candidato.
Alessandro Moretti no alzó la mirada de la carpeta de hojas perfectamente alineadas sobre su escritorio de caoba. Con dedos fríos y firmes, pasó la página con la misma precisión con la que ordenaba ejecuciones en la sombra. —Otro incompetente —masculló, con voz áspera, sin esperar réplica. —Era el mejor perfil de los recomendados por recursos humanos —respondió su jefe de seguridad, Piero, que lo acompañaba al fondo del despacho. Su corpulencia imponente apenas encajaba en la silla donde se había mantenido inmóvil las últimas dos horas. —No busco diplomas ni sonrisas programadas. Necesito alguien que sepa escuchar… obedecer… y guardar silencio —espetó Alessandro, clavando por primera vez la mirada en Piero—. ¿Cuántos más quedan? —Dos. —Que entre el próximo. Las puertas se abrieron sin estridencia. El siguiente candidato era un hombre de unos treinta años, traje bien planchado, sonrisa forzada, voz temblorosa. Duró siete minutos. Fue rechazado sin que Alessandro le dirigiera la palabra más allá del saludo inicial. —Último —ordenó sin levantar la voz. Y entonces entró él. No debía destacar. No con esa camisa que le quedaba un poco grande, ni con esa carpeta gastada que sostenía entre las manos. Pero lo hizo. Desde el primer paso, había algo en su postura: ni arrogante ni servil, algo difícil de describir. Ni sumisión ni desafío. Un punto intermedio que provocó que Alessandro alzara la vista. El silencio en la habitación fue tan denso como el humo que solía flotar allí en los días de tormenta. —Nombre —pidió Alessandro, con tono cortante. —Enzo. Enzo Rinaldi. —Edad. —Veinticuatro. Joven, demasiado joven. Pero sus ojos… esos malditos ojos color ceniza contenían una historia que no encajaba con la edad que decía tener. Alessandro lo observó por largos segundos. No solo lo observó, lo desnudó mentalmente: movimientos, respiración, cómo colocaba la carpeta sobre la mesa. Era un hombre acostumbrado a callar, pero no a obedecer ciegamente. Interesante. —Currículum —dijo Enzo, extendiendo la hoja. Su voz era firme, limpia, sin pretensiones. Alessandro tomó la hoja sin mirar. No le interesaban títulos ni recomendaciones. —¿Qué sabes de mí? Enzo lo miró a los ojos. Ni un temblor. Ni una vacilación. —Lo que cualquiera puede encontrar en internet, y lo que nadie dice en voz alta. Una ceja de Alessandro se alzó apenas. No por el atrevimiento, sino por la forma en que lo dijo. Sin miedo. Sin soberbia. —Dime lo que nadie dice en voz alta. —Que usted no confía en nadie, ni siquiera en los que lleva veinte años empleando. Que ha hecho desaparecer a más de un traidor con la misma calma con la que pide su café. Que su esposa es su socia, pero no su amante. Y que su hijo es la única razón por la que aún no ha volado por los aires esta ciudad. Piero tensó la mandíbula, listo para intervenir. Pero Alessandro levantó una mano. —Y con todo eso… ¿quieres trabajar conmigo? —No. Quiero servirle —corrigió Enzo. Ese verbo. "Servir". No era común. No sonaba como una mentira. Un silencio volvió a caer. Esta vez más largo. Más denso. Alessandro se levantó del sillón. Se acercó lentamente, rodeando el escritorio como un depredador que inspecciona a una posible presa. Se detuvo a escasos centímetros de Enzo. Estaba ligeramente más alto que él. Lo observó de cerca. El cuello sin perfume. El aliento sin alcohol. Las uñas limpias. La mirada intacta. —¿Tienes familia? —Muerta. —¿Amigos? —No los necesito. —¿Amores? —No tengo tiempo. Alessandro inspiró hondo, caminó hasta su bar personal y sirvió un whisky para sí mismo. No ofreció. —Estás contratado. —Gracias. —No he terminado. Enzo alzó la cabeza, expectante. —Durante los próximos seis meses, sabrás todo lo que ocurre en mi agenda, mis negocios y mi vida privada. Tendrás acceso a códigos, cuentas y reuniones que podrían costarte la vida si me fallas. Una vez que entres… no hay salida. ¿Lo entiendes? —Sí, señor. —Me perteneces, Rinaldi. Una sombra cruzó los ojos del joven, pero no dijo nada. —Desde ahora… no respirarás sin que yo lo autorice. Enzo asintió una sola vez. Ni una queja, ni un titubeo. Solo obediencia. Alessandro lo miró por última vez y giró hacia su escritorio. —Piero, que lo instalen hoy mismo. Habitación privada en la mansión. Quiero todo bajo vigilancia, sin que él lo sepa. —¿No lo sabe ya? —Si lo sabe, que no lo demuestre. Piero obedeció. Alessandro, en silencio, sirvió otra copa y esta vez la dejó sobre la mesa frente a Enzo. —Prueba. El joven bebió sin preguntar. Whisky escocés de 18 años. No hizo mueca alguna. Alessandro sonrió por primera vez en toda la mañana. Pequeña. Invisible. Letal. Había encontrado a su asistente. Y, sin saberlo, también al principio de su propia destrucción.