Episodio 3

El sol ya se alzaba alto cuando Jin empujó la gran puerta del garaje Carbone. Un destello metálico relució desde el fondo: su moto Harley negra, brillante como una sombra afilada. Matteo la miró como si estuviera frente a una criatura salvaje. Jamás había montado en una moto de ese estilo.

—¿Estás seguro que no me vas a matar? —bromeó mientras se cruzaba de brazos, aunque sus ojos revelaban algo de nervios.

Jin soltó una risa suave, de esas que nacen en el pecho.

—Oh vamos Matteo, ya montaste en una de mis motos antes. Hasta me viste competir. Nunca he tenido un accidente. Bueno… casi nunca.

—Pero esta se ve más motruosa ¿ Y Casi? —Matteo lo fulminó con la mirada, pero no pudo mantener la seriedad por más de dos segundos—. Me estás haciendo replantear mis decisiones.

—Tú ya tomaste tu decisión anoche, Moretti. Ahora, súbete.

Jin se subió primero con facilidad, como si la Harley fuera una extensión de su cuerpo. Le tendió a Matteo un casco negro, mientras se colocaba el suyo.

—Solo agárrate fuerte —dijo sin más—. No vas a querer soltarte.

Y tenía razón.

Cuando Matteo se sentó detrás de él y rodeó su cintura con los brazos, todo lo demás desapareció. La mansión, las tensiones, los apellidos. Solo quedaban sus manos sujetas al cuerpo cálido de Jin, el rugido del motor encendiéndose, y la vibración de libertad que corría por sus venas con cada metro que avanzaban.

La carretera serpenteaba entre colinas cubiertas de árboles verdes, y el viento les golpeaba el rostro como una caricia salvaje. Jin conducía con seguridad, como si conociera cada curva del camino. Matteo cerró los ojos por momentos, apoyando la frente suavemente en la espalda de Jin, sin pensar en lo que vendría después. Solo estaban ellos. Y el mundo parecía no importar.

Después de casi una hora, se detuvieron en un mirador. Desde allí se podía ver la ciudad extendiéndose como una pintura de acuarela a lo lejos. Jin apagó el motor y se quitó el casco, sacudiendo el cabello oscuro con una mano. Matteo bajó con algo más de torpeza, pero aún sonriendo.

—¿Qué tal? —preguntó Jin, ofreciéndole una botella de agua del compartimento trasero.

—Adictivo —respondió Matteo entre jadeos y risas—. Entiendo por qué haces esto.

—Te hace sentir vivo, ¿no?

—Sí —admitió, bebiendo un sorbo—. Y libre.

Jin lo miró por unos segundos sin decir nada. Luego, sin previo aviso, lo tomó del rostro con ambas manos y lo besó. Un beso más firme, más seguro, más suyo. Ya no era solo emoción o deseo: era una promesa muda.

Cuando se separaron, Matteo lo miró con los ojos brillando.

—¿Siempre besas así después de un paseo?

—No. Solo cuando quiero repetirlo con la misma persona.

Matteo se rio con dulzura y apoyó su cabeza en el hombro de Jin. Ninguno de los dos se dio cuenta del hombre que, desde la distancia, los observaba con binoculares oculto entre los árboles. Carlo no se perdía ni un detalle.

---

Horas más tarde, en la mansión Moretti…

Las puertas dobles de hierro forjado se abrieron con un chirrido metálico. El personal de seguridad apenas levantó la vista. Conocían ese auto, y conocían aún más al hombre que descendió de él con una presencia que parecía envolver el aire: Carlo Moretti.

Vestía de negro, como siempre. Zapatos de cuero relucientes, abrigo largo y una mirada que helaba la sangre. Avanzó por el pasillo principal de la mansión sin que nadie se atreviera a detenerlo. Un mayordomo intentó anunciarlo, pero Carlo lo detuvo con un solo gesto.

—No soy una visita. Soy familia.

Alessandro Moretti estaba en su despacho, como casi siempre. El sonido de sus dedos tecleando se detuvo cuando oyó la puerta abrirse sin tocar. Levantó la vista y su expresión se endureció al instante.

—Vaya. El cuervo ha salido de su nido —dijo Alessandro con tono seco.

—No vine a pelear. —Carlo cerró la puerta detrás de sí y se acercó sin pedir permiso—. Bueno, no solo a eso.

—Entonces habla. Y vete.

Carlo se detuvo frente al escritorio, sin sentarse. Su mirada era fija, oscura.

—Tu hijo se quedó anoche en la mansión Carbone.

El silencio que siguió fue absoluto. Alessandro dejó el bolígrafo a un lado con lentitud, como si el simple hecho de apretarlo más pudiera romperlo.

— No cambias Carlo, mí hijo no ha salido de la mansión—dijo, fingiendo tranquilidad.

— Y tu sigues siendo el mismo cabrón, imbécil—espetó Carlo—. Matteo y Jin Carbone están juntos, y no como amigos de la infancia que intentaste que no sucediera, pero ahora eso que tanto prhibiste ha sucedido, crees que Matteo se quedó a jugar consola, con 20 años.

Alessandro se puso de pie bruscamente, su rostro pálido de furia contenida.

—¡Cállate la maldita boca, Carlo! ¿Crees que te debo respeto porque eres mí hermano mayor?

—¿Por qué no? —Carlo lo miró con una rabia vieja, seca—. No voy a parar hasta que te dobles ante por mí por respeto. Te haré pagar por todo lo que me robaste.

—Está claro, que aunque más viejo, sigues siendo el mismo con viejos rencores.

—No sabes nada.

—Sé más de lo que crees. —Alessandro bajó la voz—. Ya pasó el tiempo Carlo, y he pedido perdón. Yo también era inmaduro, no sabía lo que quería.

—¡Me juraste una y mil veces que tú no eras gay! —gritó, con los ojos inyectados y la voz desbordando veneno—. ¡Y lo primero que hiciste fue meterte con ese hombre! Que por cierto… se volvió tan malditamente loco por ti que terminó matando a su esposa.

El despacho de Alessandro ya no parecía un lugar de trabajo. Era una jaula. Una olla a presión cargada de silencios antiguos y verdades a punto de estallar.

Carlo se mantuvo de pie frente al escritorio de su hermano, pero ya no hablaba con diplomacia. La rabia que lo devoraba desde hacía años por fin había encontrado su grieta para salir.

El rostro de Alessandro se tensó como nunca. No dijo nada. Pero su mandíbula estaba tan apretada que parecía a punto de romperse.

—¡Ya basta, Carlo! —espetó—. Baja la voz. No tienes idea de lo que estás diciendo.

—¿No? ¿O te da miedo que tu Enzo descubra la clase de persona que eres en realidad?

Carlo dio un paso más cerca, como una tormenta contenida. Alessandro retrocedió un poco, pero se mantenía firme.

—Te recuerdo que, por tu culpa, la madre de Matteo acabó muerta. —Los ojos de Carlo brillaron con furia—. Y por tu culpa, Riso Carleoni perdió la cabeza y mató a su esposa. Tú provocaste ese desastre con tus mentiras, con tus silencios, con ese puto egoísmo con el que siempre viviste.

Alessandro apretó los puños, temblando.

—Que te calles, maldita sea —escupió.

—¿Te duele, verdad? —Carlo sonrió con ironía amarga—. Pues más te va a doler cuando Matteo descubra la verdad. Cuando sepa que su novio… es hijo de la mujer que tú destruiste. Vas a perderlo todo, Alessandro. A Enzo. Y a tu hijo. Porque en esta historia, tú fuiste el inicio de cada tragedia.

Un rugido furioso escapó del pecho de Alessandro.

—¡CÁLLATE!

De pronto, abrió la gaveta de su escritorio y sacó su arma personal. Sin pensar, sin medir, disparó al techo una… dos… tres veces. El estruendo rebotó en las paredes de mármol como si fueran bombas.

Pero Carlo ni se inmutó.

Se mantuvo firme, sonriendo con una mezcla de burla y lástima. Su mirada no abandonó a su hermano ni por un instante.

—Ahí estás… —dijo en voz baja—. El verdadero tú.

Carlo se giró sin miedo, abriendo la puerta de golpe. Salió con paso seguro y apenas cruzó el umbral… se detuvo.

Allí, parado en la entrada del pasillo, con los ojos abiertos por el miedo y la confusión, estaba Enzo. El mismo hombre que, años atrás, había entregado su corazón a Alessandro sin saber que lo estaba dejando en manos de un hombre roto.

Carlo se detuvo justo frente a él. Lo observó por un segundo largo, como si estuviera contemplando la ironía final.

Le sonrió con calma.

—Hasta pronto, Enzo.

Y siguió su camino.

Enzo se quedó helado, mirando hacia adentro. Luego entró al despacho corriendo, aún con el eco de los disparos zumbándole en los oídos.

—¿¡Quién era ese hombre, Alessandro!? —preguntó alterado—. ¿Qué sucedió? Escuché disparos, pensé que…

Pero antes de que pudiera terminar la frase, Alessandro lo abrazó con desesperación. No dijo nada. Solo lo estrechó contra su pecho como si su vida dependiera de eso.

Enzo, confundido, apoyó la cabeza en su hombro, sintiendo su corazón desbocado, el temblor de sus brazos. Las lágrimas de impotencia que no alcanzaban a caer.

—Quédate así, mi amor —murmuró Alessandro, apretando los ojos con fuerza—. Necesito tu abrazo… ahora más que nunca.

Continue lendo este livro gratuitamente
Digitalize o código para baixar o App
Explore e leia boas novelas gratuitamente
Acesso gratuito a um vasto número de boas novelas no aplicativo BueNovela. Baixe os livros que você gosta e leia em qualquer lugar e a qualquer hora.
Leia livros gratuitamente no aplicativo
Digitalize o código para ler no App