La prisión estaba sumida en una oscuridad densa, rota únicamente por el parpadeo intermitente de algunas luces de seguridad que colgaban de los pasillos. Era la hora de dormir, y el silencio reinaba con esa falsa calma que a veces precede a la tormenta. Los guardias patrullaban con la rutina aprendida de años, recorriendo los pasillos y revisando celda por celda, asegurándose de que todo estuviese en orden. El metal de las llaves tintineaba con cada paso, un sonido que se mezclaba con el eco lejano de las botas sobre el suelo de concreto.
En una de las celdas, Riso yacía sobre su litera, con los brazos cruzados detrás de la cabeza, observando el techo como si estuviera calculando algo. Entre sus dientes, mordía un delgado palillo de madera, jugando con él de un lado a otro de la boca con un gesto de calma calculada. Sus ojos estaban entrecerrados, y el movimiento pausado de su mandíbula daba la impresión de que estaba más relajado de lo que cualquier preso debería estar a esas horas.