La tarde había caído sobre la ciudad como una caricia dorada, tiñendo los cristales de la mansión Carbone con destellos cálidos. Las luces del jardín se habían encendido, y en el interior, el ambiente olía a pan fresco, café fuerte y tranquilidad.
Pero esa tranquilidad se rompió en cuanto el timbre sonó con insistencia.
Jin, que estaba en su habitación, bajó las escaleras a paso acelerado. Su pecho latía con fuerza, sin saber por qué sentía una inquietud ardiéndole dentro. Cuando uno de los guardias abrió la puerta… ahí estaba él.
Matteo.
Con una mochila al hombro, una maleta en la mano, el rostro golpeado por el cansancio y una mezcla de tristeza y resolución en los ojos azules.
—Matteo… —susurró Jin, atónito.
Matteo lo miró sin poder evitar que sus labios temblaran un poco. Pero aun así, sonrió.
—Hola, Jin.
Jin bajó el último peldaño de un salto y corrió hacia él, sin importarle quién pudiera verlos. Lo abrazó con fuerza, como si necesitara asegurarse de que era real. Matteo le devo