El silencio de Sebastián ya no era casual.
Era sistemático. Controlado.
Y eso, para Valentina, no encajaba.
Ella conocía el lenguaje de los hombres que mentían por hábito.
Pero lo de Sebastián no era mentira…
Era miedo.
Y esa noche, mientras revisaba unos documentos en casa, un nombre que había intentado olvidar cruzó por su mente: Alonso Ortega.
Un ex fiscal que, años atrás, la había abordado a la salida de una conferencia.
Le habló de su padre.
Le entregó un sobre.
Y le dijo:
> “Un día vas a dejar de admirarlo. Y vas a necesitar esto.”
Ella lo había tirado en el fondo de una caja, aún convencida de que su padre era un pilar intachable.
Pero esa noche, lo buscó.
Abrió la caja oxidada del altillo de su estudio.
Y ahí estaba: el sobre, sellado con cinta amarilla, con una sola palabra escrita en marcador:
“Duarte.”
Lo abrió con las manos temblando.
Había documentos.
Transferencias.
Nombres de empresas fachada.
Y un informe: “Nexos con estructuras de lavado ligadas a grupos ilegales del