La noche cayó sobre la ciudad como una manta de terciopelo oscuro, salpicada de luces que titilaban en la distancia. Sebastián había cumplido su palabra: nada de llamadas, nada de reuniones, nada de política. Solo ellos.
El auto se detuvo frente a un restaurante discreto, escondido en la cima de una colina. Desde afuera no parecía gran cosa, pero al entrar, Valentina comprendió que aquel lugar guardaba más de lo que mostraba. Era un espacio íntimo, con ventanales que daban a la ciudad iluminada, música suave y mesas separadas lo suficiente para que ninguna conversación se mezclara con otra.
—¿Cómo encontraste este sitio? —preguntó ella, mientras un camarero los guiaba hacia una mesa junto al cristal.
—Un amigo me lo mostró hace años, cuando necesitaba un lugar donde nadie pudiera encontrarme —respondió Sebastián, con una media sonrisa—. Me pareció perfecto para esta noche.
La mesa estaba decorada con velas bajas y una botella de vino ya esperándolos. Valentina se quitó el abrigo y