Me quedé allí, en la banqueta, sintiendo que el sol se ponía y que la noche se cernía sobre mí. Mi mente era un torbellino de imágenes: la mano de Dumas en la de esa mujer, su beso en la mejilla, la forma en que me miró y luego se dio la vuelta, como si yo no existiera. El dolor era tan intenso que me dolía la cabeza, el corazón, el alma. ¿Cómo podía él haberme hecho eso? ¿Cómo podía haberme prometido que todo estaría bien, y luego abandonarme sin decir una palabra?
Me levanté de la banca y caminé sin rumbo fijo por horas. Ignoré mi teléfono, que vibraba sin parar. Era Layla, Theo, y, por supuesto, Dumas. No quería hablar con nadie. Quería estar sola, en mi mundo de dolor y confusión. Necesitaba tiempo para procesar lo que había pasado. Para entender por qué me dolía tanto. No era como si fuéramos novios. Apenas habíamos comenzado. Pero había algo en él que me había hecho sentir segura, que me había hecho sentir que, por fin, había encontrado un lugar en el mundo. Y ahora, todo se hab