El viaje fue silencioso, pero no incómodo. Él me miraba de reojo, asegurándose de que estaba bien, y yo le agradecía con una pequeña sonrisa que no sabía si era honesta o solo una excusa para no preocuparlo.
Llegamos a su edificio, un rascacielos de cristal y metal que se alzaba sobre el horizonte de la ciudad. El ascensor subió con una velocidad impresionante, y al entrar a su apartamento, sentí un suspiro de alivio. Era un espacio amplio y minimalista, con grandes ventanales que ofrecían una vista panorámica de la ciudad. El sol entraba, iluminando los muebles modernos y una inmensa cocina de mármol.
—¿Te gusta? —preguntó, y me sonrió con esa chispa en los ojos.
—Ya he estado aquí ¿recuerdas?—respondí, y me sentí un poco avergonzada.
—¿Cómo olvidarlo? Pasa, siéntete como en casa. Voy a ponerme un delantal para no ensuciarme la ropa.
Lo vi entrar a la cocina y me senté en uno de los taburetes de la barra del desayuno, que estaba impecable. De pronto, me sentí en un oasis, lejos del