El claxon resonó como un grito en la noche, un eco que se estrelló contra las paredes del edificio de Constanza. Bajé del auto con el corazón acelerado, los pulmones ardiendo tras subir a trompicones las escaleras. Al tercer piso, mi cuerpo se rindió, jadeante, traicionado por mi propia impaciencia.
—¡Te dije que ya venía, qué enfadosa eres! —grité, mi voz quebrándose entre la exasperación y el cansancio.
—¡Eso me dijiste hace media hora! ¿Dónde estabas?
—Constanza me fulminó con la mirada, sus brazos cruzados como un escudo.
—¡Créeme, Cons, el tráfico está de la chingada! —repliqué, alzando la voz mientras esquivaba su reproche y corría al baño—. ¡Quítate, necesito entrar ya!
—Claro, pasa, Luc —dijo con un sarcasmo que cortaba como vidrio.
—Gracias —respondí en el mismo tono, ya encerrada tras la puerta.
El aroma del café me recibió al salir. Constanza, con esa intuición que solo los amigos verdaderos poseen, había colocado una taza humeante en el desayunador. Me senté a su lado, ag