La mañana después de aquella primera noche en casa de Alejandro amaneció con un brillo distinto. Sentía que la ciudad no era la misma, que hasta el aire frío de Bogotá era más llevadero con su abrazo rodeándome. Y sin embargo, en medio de esa dicha recién descubierta, aún pesaba en mi bolso aquel sobre anónimo que me advertía que el amor sería mi perdición.
No le dije nada a Alejandro. No podía. Necesitaba protegerlo, o al menos intentarlo. ¿Cómo confesarle que alguien, desde las sombras, ya conocía lo nuestro y lo estaba usando como arma?
Me levanté sigilosamente, tratando de no despertarlo. Lo observé dormir, con el rostro relajado y los labios entreabiertos. Parecía tan diferente del Alejandro que todos conocían: aquel magnate fuerte, el líder inquebrantable. Allí, entre sábanas revueltas, solo era un hombre, y yo lo amaba.
Pero sabía que ese amor no estaría exento de peligros.
—¿Y a dónde crees que vas tan temprano? —escuché su voz ronca, con ese tono adormilado que me derretía.
M