El jet privado de Spencer Blackwood era una extensión de su oficina: minimalista, impecable y silenciosamente opulento. Me senté frente a él en una silla de cuero blanco, intentando parecer concentrada en los informes mientras el Gulfstream G650 nos elevaba hacia Nueva York.
Spencer, vestido con un traje de viaje que parecía valer más que el Huayra de Rogue, trabajaba en su laptop, su concentración un muro infranqueable.
El aire acondicionado era helado, pero yo sentía un calor incómodo. La culpa de mi doble vida, y la memoria del roce accidental con Rogue, me tenía al límite.
—El informe de riesgos financieros de Kincaid Corp. —dijo Spencer, sin levantar la mirada—. Necesito que lo resumas oralmente.
Empecé a hablar, desgranando cifras y proyecciones. La voz de Spencer me interrumpió, fría y cortante.
—Precisión, Casey. Sus pausas son demasiado largas. Está divagando. ¿Su mente está todavía en el bar o ya regresó del todo?
—Estoy concentrada, señor Blackwood. El resumen es...
—El res