Era tiempo de dejar el pasado atrás...Johannes llegó con Sheily al río. De pequeño, las aguas turbulentas del enorme caudal le inspiraban respeto y temor. A veces iba allí después de clases. Se sentaba entre unos matorrales a comer bocadillos donde nadie lo molestara; era su escondite hasta que dejó de serlo. Iván y los chicos del equipo de baloncesto llegaron un día, le quitaron la ropa y la arrojaron al agua. Él intentó recuperarla y casi murió ahogado.Ahora, mientras quien lo ahogaba era la deliciosa lengua de Sheily, que lo recorría en profundidad, el río le parecía un penoso espejo de agua que podría cruzar caminando sin apenas mojarse los pantalones. Y los chicos imbéciles, ¿qué sería de ellos? ¿Le parecerían ahora tan pequeños e insignificantes como el río? Todos sus recuerdos empezaban a palidecer a la luz del presente...—Alan, eres grandioso —murmuró Sheily en su oído, y le causó un escalofrío. Ese nombre y un halago no podían ir juntos en la misma oración, no embonaban
Sheily se presentó a la entrevista con la elegancia y distinción que la definían. Con una fluidez encantadora y una sonrisa que iluminaba el ambiente, proyectaba la imagen de una mujer segura, amable y con cierta aura de calidez. Era alguien confiable, digna de administrar exitosamente cualquier negocio. Mientras la entrevistadora revisaba sus antecedentes laborales, Sheily observaba con curiosidad el lugar. Estaba en plena remodelación y, por el ventanal de la oficina, veía a los trabajadores ir y venir cargando materiales. Se pusieron a pintar un muro de color azul... Azul aciano, diría ella. Muy bello, por cierto. —¿Te gustaría probarlos? —preguntó de repente la entrevistadora, creyendo que Sheily miraba la bandeja con bocadillos que reposaba en el mueble junto al ventanal. —No los había visto. ¿Los prepararon aquí? —preguntó ella, y la mujer asintió—. En ese caso, creo que un pequeño test de calidad no vendría nada mal.Sheily se levantó y fue por algo que parecía una galleta c
«Quien no tiene voluntad, no guarda culpa por nada».***Sala de reuniones de la compañía farmacéutica Bertram, una mañana cualquiera desde la llegada de Zack. —¡¿Quién tuvo la brillante idea de hacer esto?! ¡¿Un mono?! ¡¿Desde cuándo contratamos monos?! —preguntaba Sheily Bloom, mirando hacia arriba como si interrogara a Dios y éste le debiera explicaciones. Liliana, su asistente, miró la hora. Llevaban exactamente doce minutos oyendo sus gritos y ella ni cansada se veía. Debía tener cuerdas vocales de hierro y pulmones de cantante de ópera. —¡No cambiamos de contratistas a mitad de año! ¡Eso no se hace! Repitan conmigo, ¡No... se... hace!Jorge, uno de los ejecutivos, le dio un codazo a Liliana y tuvo su atención.—A la jefa le hace falta polla —le susurró, con una sonrisa ladina. Ella se escandalizó por instantes. —Si te llega a escuchar, te mata —respondió ella entre risitas.Los gritos de Sheily continuaron hasta que el «mono» se puso de pie y dio sus razones para la decisión
La sonrisa de Sheily, no una de auténtica felicidad, sino más bien la de cortesía social, duró en su rostro hasta que se bajó del ascensor en el piso donde estaba su oficina. Hasta allí llegaba un penetrante aroma que le causó picor en la nariz y la hizo querer devolverse por donde había venido. —¿Qué es esa pestilencia? —preguntó con fastidio. El lugar olía a tugurio hippie. Liliana se levantó de un brincó y fue a recoger el abrigo de Sheily. Lo guardó en el armario junto a la ventana. —Es incienso, esta mañana Zack repartió en todos los departamentos, los trajo de su último viaje a la India. ¿La India? Esas porquerías las vendían en cualquier feria de barrio, pensó Sheily. Pero si él, para presumir de sus viajes, los había repartido en todos los departamentos significaba que no habría rincón del edificio donde pudiera estar a salvo de ese molesto olor a flores quemadas. ¿Cómo había gente que podía tolerarlo y hasta les gustaba? Fue a abrir la ventana, mientras Liliana inhalaba
Liliana miró la hora en su nuevo reloj de oro, que hacía juego con su brillante anillo. Llevaban veinte minutos de reunión y Sheily no había abierto la boca más que para bostezar. En sus ojos, ninguna mirada furibunda había hecho aparición tampoco, era la viva imagen de buda y transmitía idéntica serenidad. —Es tan cierto cuando dicen que la fe mueve montañas —reflexionó para sí, sintiendo envidia religiosa—. Parece una mujer nueva, renacida, resucitada. El expositor hablaba de los detalles del trato con los nuevos contratistas, que incluía distribución de los productos, control de calidad y publicidad. Sheily no prestaba mucha atención, se la veía pensativa, en un estado superior de conciencia y meditación. Un codazo en el brazo y Liliana esperó sentir el tibio aliento de Jorge recorriendo los recovecos de su oreja.—Parece que a alguien por fin le dieron su ración de polla —le susurró él, subiendo y bajando las cejas con lasciva expresión. Ajena a los chismes que empezaban a cir
Tranquilidad, el pánico no ayudaba y ella era una mujer con autodominio, sabía actuar en momentos de crisis con la cabeza fría. Las bragas no estaban en su bolsillo, pero de seguro se le habían caído en su oficina y estarían tiradas junto a la silla, esperándola como el zapato a la cenicienta. Sólo regresaría con la misma serenidad con que había llegado hasta el baño, las sacudiría un poco y se las pondría. Y nadie se enteraría jamás de la pequeña anécdota. Su reputación seguiría intacta. Volvió sobre sus pasos. En medio del pasillo había ahora una pequeña multitud de gente que perdía el tiempo cuando debía estar trabajando. Rodeaban a Jorge, el bufón del grupo, que tenía un escobillón en la mano. En la punta del palo ondeaban al viento sus bragas como si fueran una bandera. —¡Alguien aquí anda en bolas! —exclamó Jorge con fingido horror, intentando parecer serio—. ¿Quién es la desvergonzada que deja sus bragas tiradas en el pasillo?—¡Bota eso, Jorge! —chilló Lili, mientras Sheily
Sheily oraba arrodillada frente a la cruz. Un antifaz había reemplazado a su habitual velo, para mayor comodidad. La cubría menos, pero su confianza en la discresión de su contraparte la había envalentonado. Por más desconocidos que fueran, a ambos los unía el vínculo de compartir un secreto inconfesable. Aquello los volvía íntimos, casi como si se conocieran de toda la vida. Su traje de diseñador destacaba en el rústico y envejecido aposento y contrastaba con su humilde postura. Las medias, de una costosa y exclusiva marca, se le habían roto en cuanto echó las rodillas al suelo con brusquedad. Estaba lista. En el tiempo que llevaba yendo a la iglesia había conocido a muchos amos y tenía sus favoritos, pero estar con uno u otro era cuestión del azar, del algoritmo que usaba la web de Pacto divino para concretar las citas y del momento en que las oscuras pulsiones de cada uno gritaran tan fuerte que no pudieran ser ignoradas.La probabilidad de que volviera a encontrarse con el del t
Sheily Bloom había sido la «diosa» de la secundaria, la más bella, la más popular, la más deseada; la inalcanzable. Era conocida por otras cosas también, pero ya no importaban. Ya de adulta, había agregado otros calificativos a la lista. Implacable era el que más le gustaba, indomable también; nadie se atrevía a decirle a la cara los otros. —El informe está mal, hazlo de nuevo —sentenció Sheily, lanzando la carpeta. Liliana la atrapó con habilidad y fue a su escritorio resignada a redactarlo por quinta vez. Iba en la octava versión cuando Sheily decidió descargar su ira con alguien más. Estaba realmente irritable y tenía motivos suficientes. Los de la iglesia no le habían devuelto el dinero, pero ese no era el problema, a ella no le faltaba dinero. Si fuera otro el servicio, ella los habría amenazado con una demanda por incumplimiento. No podía hacerlo o su secreto pasatiempo quedaría al descubierto. La frustración que ese hombre, ¡ese monstruo! le había provocado era insoporta