El silencio en la cocina era un castigo. Cada partícula de harina suspendida en el aire era un fantasma, un testimonio de la humillación de Isabela que se asentaba sobre las superficies de mármol como una fina capa de ceniza. Las cenizas de su esperanza. Las cenizas de su último y patético plan. La revelación sobre Leo no había sido una simple traición; fue la demolición de su realidad, la confirmación de que cada uno de sus movimientos de rebeldía había sido anticipado, permitido y contenido dentro de los muros de esta prisión dorada. No era una jugadora en una partida de ajedrez; era un peón en un tablero que solo existía en su mente, mientras el verdadero rey observaba desde un trono invisible, disfrutando del espectáculo.

Alessandro Lombardi avanzó, y el mundo expansivo del ático se encogió hasta contener únicamente sus pasos firmes y deliberados sobre el mármol manchado. Cada pisada era un golpe sordo contra el corazón desbocado de Isabela. Se detuvo a menos de un brazo de distan