La mansión Delacroix parecía más silenciosa que de costumbre aquella tarde. El viento otoñal golpeaba suavemente los ventanales mientras Clara ordenaba meticulosamente los libros de la biblioteca. Había encontrado en esta tarea solitaria un refugio para sus pensamientos cada vez más turbulentos. Sus dedos recorrían los lomos de cuero, sintiendo las letras doradas bajo sus yemas, como si buscara respuestas en aquellos volúmenes centenarios.
"Madame Austen, Señor Shakespeare, Señor Milton... todos ustedes escribieron sobre corazones divididos, pero ninguno vivió el mío", murmuró para sí misma, colocando el último tomo en su lugar.
El crujido de la puerta la sobresaltó. Adrian Delacroix apareció en el umbral, su figura imponente recortada contra la luz del pasillo. Clara sintió que el aire abandonaba sus pulmones.
—Disculpe la intrusi&