La mañana había comenzado con una calma inusual en la mansión Delacroix. El sol de primavera se filtraba por los ventanales del salón principal, dibujando patrones dorados sobre el suelo de mármol. Clara se encontraba organizando las flores recién cortadas del jardín, colocándolas en jarrones de porcelana china con la delicadeza que había aprendido durante sus meses en la casa.
Sophia, la pequeña de ocho años, la observaba con atención desde un rincón, siguiendo cada uno de sus movimientos con esos ojos grandes y expresivos que compensaban su silencio. La niña había desarrollado un vínculo especial con Clara, quizás porque ambas guardaban secretos en su interior: Sophia con su mutismo voluntario tras la muerte de su madre, y Clara con la verdad de su identidad.
—Ven aquí, pequeña —le indicó Clara con una sonrisa—.