La lluvia caía como un susurro sobre los jardines de la mansión Delacroix. Clara observaba las gotas deslizarse por el cristal de la ventana de la biblioteca, formando caminos erráticos que le recordaban a su propia vida: impredecible, sin control, a merced de fuerzas mayores que ella misma.
Sophia permanecía sentada junto a ella, con un libro de ilustraciones sobre su regazo. La niña pasaba las páginas con delicadeza, como si cada imagen fuera un tesoro frágil. Clara admiraba esa capacidad de la pequeña para encontrar belleza en el silencio, para comunicar tanto sin pronunciar palabra alguna.
—¿Te gustaría dar un paseo, Sophia? —preguntó Clara, sorprendiéndose a sí misma por la sugerencia—. La lluvia ha amainado un poco. Podríamos llevar paraguas.
Los ojos de la niña se iluminaron, y asintió con entusiasmo. Clara sabía que no