El salón de té de los Delacroix se había convertido en un refugio para Clara durante las tardes de otoño. Aquel día, mientras la lluvia golpeaba suavemente los ventanales, observaba cómo las gotas dibujaban caminos erráticos sobre el cristal. Sophia, sentada a su lado, bordaba con delicadeza un pañuelo, sus dedos moviéndose con precisión mientras sus labios permanecían sellados en su habitual silencio.
—Tiene usted una habilidad extraordinaria con la aguja, señorita Sophia —comentó Clara, admirando el intrincado diseño floral que tomaba forma bajo las manos de la joven.
Sophia levantó la mirada y esbozó una sonrisa tímida, sus ojos expresando lo que su voz no podía. Inclinó ligeramente la cabeza en señal de agradecimiento y continuó con su labor.
La tranquilidad del momento se vio interrumpida por la entra