La biblioteca de la mansión Delacroix se había convertido en el refugio predilecto de Clara y Sophia durante las tardes de otoño. Los ventanales altos dejaban entrar una luz dorada que bañaba los estantes repletos de libros y creaba un ambiente acogedor, casi mágico. Clara había descubierto que la pequeña, aunque no hablaba, poseía una inteligencia extraordinaria y una curiosidad insaciable por las letras.
Aquella tarde, Clara había dispuesto varios libros ilustrados sobre la mesa central. Sophia, con sus ojos atentos y brillantes, seguía cada movimiento de su institutriz mientras ésta le mostraba cómo formar palabras con pequeñas fichas de madera.
—Mira, Sophia —susurró Clara con dulzura—. Si colocas estas letras juntas, forman tu nombre.
Los dedos de Clara, delicados pero firmes, acomodaron las fichas: S-O-P-H-I-A. La niña sonrió, u