El cielo se había oscurecido prematuramente aquella tarde, como si la naturaleza presintiera la tormenta que se gestaba no solo en las nubes, sino también en el corazón de Clara. Gotas gruesas comenzaron a caer sobre los jardines de la mansión Delacroix, pero ella no buscó refugio. Al contrario, tomó la pequeña mano de Sophia y continuó su paseo entre los rosales que se mecían con el viento.
—A veces, pequeña, la lluvia limpia más que la piel —murmuró Clara, sabiendo que no obtendría respuesta verbal, pero reconfortada por el apretón de la niña.
Sophia, con su vestido celeste y su cabello recogido en una trenza, caminaba a su lado con pasos decididos, indiferente a la humedad que comenzaba a empapar sus ropas. Sus ojos, siempre atentos, parecían comprender más de lo que su silencio revelaba.
La institutriz se detuvo frente a un rosal