La luz de la mañana se filtraba por los ventanales del salón de juegos, dibujando patrones dorados sobre el suelo de madera pulida. Clara observaba a Sophia, quien permanecía sentada frente a su cuaderno de dibujo con expresión obstinada. La niña había pasado los últimos veinte minutos garabateando furiosamente, ignorando las indicaciones de su institutriz para practicar las letras del alfabeto.
—Sophia, querida —dijo Clara con voz suave pero firme—. Las mariposas son preciosas, pero acordamos que primero terminaríamos nuestras lecciones.
La pequeña levantó la mirada, sus ojos azules idénticos a los de su padre, y negó con la cabeza. Con un gesto deliberado, tomó otro lápiz de color y continuó coloreando.
Clara suspiró. Cada día era una batalla diferente con Sophia. A veces, la niña se mostraba dócil y atenta; otr