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La habitación olía a desinfectante y muerte inminente.

Adrian estaba esposado a la barra lateral de la cama donde yacía James, su hermano menor, rodeado de máquinas que respiraban por él, que hacían latir su corazón, que mantenían viva una cáscara vacía de lo que alguna vez fue un hombre.

Los guardias habían cedido ante el pedido del doctor: Adrian merecía despedirse antes de tomar la decisión. Pero las esposas permanecían. Él era un asesino confeso, después de todo. Cuatro cadáveres en su historial. No podían arriesgarse.

Aunque en este momento, Adrian habría dado cualquier cosa por poder tocar el rostro de su hermano una última vez sin el metal frío recordándole lo que era.

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